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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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amigos míos. Un cachorrito era marrón y blanco, con grandes cejas rubias, y el otro era negro como<br />

el carbón, con grandes cejas rubias. Como eran de regalo, la <strong>familia</strong> tuvo, naturalmente, que<br />

aceptarlos. Roger los observaba con desconfianza e interés, de modo que para que hicieran amistad<br />

los encerré a los tres en el comedor con una fuente de golosinas. El resultado no fue exactamente el<br />

que yo esperaba. Cuando la magnitud del gentío nos obligó a abrir las puertas para que algunos<br />

invitados pasaran al comedor, encontramos a Roger sentado en el suelo muy cariacontecido, con<br />

ambos cachorros haciendo el indio a su alrededor, y la habitación decorada en forma que no dejaba<br />

lugar a dudas de que las dos nuevas adquisiciones habían comido y bebido hasta hartarse. La<br />

propuesta de Larry de llamarlos Widdle y Puke 9 fue acogida con disgusto por parte de Mamá, pero<br />

eran nombres pegadizos y con ellos se quedaron.<br />

Y aún seguían llegando invitados, desbordándose primero del cuarto de estar al comedor, y luego<br />

por las puertas de cristales a la terraza. Hubo quien vino convencido de que iba a aburrirse, y al<br />

cabo de una hora lo estaba pasando tan bien que llamó al cochero, volvió a su casa y regresó con<br />

toda la <strong>familia</strong>. Manaba el vino a raudales, el aire estaba azul de humo de tabaco, y a las<br />

salamanquesas les asustó tanto el barullo y las risas que en ese día no se atrevieron a salir de sus<br />

rendijas del techo. En una esquina, Teodoro, que osadamente se había despojado de la chaqueta,<br />

bailaba el kalamatiano con Leslie y algunos de los invitados más achispados, haciendo retumbar el<br />

suelo con sus saltos y zapatazos. El mayordomo, que quizá había bebido una pizca de más, se<br />

emocionó tanto a la vista de su danza nacional que dejó a un lado la bandeja y se les unió,<br />

brincando y pateando como cualquiera a pesar de su edad, con los faldones aleteándole a la espalda.<br />

Mamá, con sonrisa algo forzada y nerviosilla, estaba sitiada entre el cura inglés, que contemplaba la<br />

juerga con desaprobación creciente, y el cónsul belga, que le parloteaba a la oreja retorciéndose el<br />

bigote. Spiro salió de la cocina para ver dónde se había metido el mayordomo, y en seguida pasó a<br />

engrosar las filas del kalamatiano. Botaban por la habitación nubes de globos, que entre las piernas<br />

de los danzantes reventaban con sonoro estampido; en la terraza, Larry intentaba enseñar a un grupo<br />

de griegos una selección de los mejores limericks ingleses. Puke y Widdle se enroscaron a dormir<br />

en el sombrero de no sé quién. El doctor Androuchelli llegó excusándose ante Mamá por el retraso.<br />

—Ha sido por mi esposa, señora; acaba de dar a luz un niño— anunció con orgullo.<br />

Spiro, exhausto, estaba sentado abanicándose en un sofá cercano.<br />

—¿Cornos? —le bramó a Androuchelli, con ceño furibundo—. ¿Tiene usted otro niños?<br />

—Sí, Spiro; un varoncito —dijo Androuchelli, radiante.<br />

—¿Cuantos tiene ya? —preguntó Spiro.<br />

—Seis solamente —respondió sorprendido el médico—. ¿Por qué?<br />

—Debería darles vergüenzas —dijo Spiro con cara de asco—. Seis... ¡Madre mías! Igual que los<br />

animalitos.<br />

—A mí me gustan los niños —protestó Androuchelli.<br />

—Yo cuando me cases le preguntes a mi mujer cuántos quería —vociferó Spiro—, y me dijos que<br />

dos, así que le di dos y luego mandes que la cosieran. Seis niños... Válgames, dan ganas de<br />

vomitar... como animalitos.<br />

En ese punto el cura inglés decidió que, con gran pesar por su parte, tendría que marcharse,<br />

porque al día siguiente le esperaba una jornada muy movida. Mamá y yo salimos a despedirle, y<br />

cuando volvimos, Spiro y Androuchelli se habían unido a los danzantes.<br />

El mar mostraba ya la calma de la aurora y por levante el horizonte se teñía de rojo cuando<br />

salimos bostezando a la puerta principal y el último coche se alejó renqueando por el camino. Ya en<br />

la cama con Roger a mis pies, un cachorrito a cada lado y Ulises todo hueco sobre la galería, vi por<br />

la ventana cómo el rojo se extendía sobre la copa del olivo, apagando las estrellas una a una, y<br />

pensé que, en conjunto, había sido una fiesta de cumpleaños francamente buena.

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