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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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8 los cerros de las tortugas.<br />

Había a espaldas de la villa una hilera de montículos que asomaban su cresta hirsuta sobre los<br />

olivares circundantes. Los cubrían grandes macizos de arrayán verde, altos brezos y un plumaje<br />

desigual de cipreses. Desbordante de vida, era sin duda la parte más fascinante de la finca. En los<br />

senderos las larvas de hormiga león excavaban sus pocillos en forma de embudo y yacían en espera<br />

de que una hormiga incauta traspasara el borde para rociarla con un bombardeo de arena que la<br />

enviaba dando tumbos al fondo de la trampa, y de allí a las terribles mandíbulas como tenazas de la<br />

larva. En las tierras rojas las avispas depredadoras abrían sus túneles y perseguían a las arañas en<br />

vuelo rasante; clavándoles el aguijón las paralizaban y se las llevaban para servir de alimento a sus<br />

larvas. Por entre los capullos de brezo comían lentamente las rollizas y peludas orugas de pavón<br />

menor, con su aspecto de cuellos de piel animados. Bajo la penumbra cálida y perfumada del<br />

arrayán rondaban las mantis, volviendo la cabeza a un lado y a otro en busca de presa.<br />

En los cipreses tenían los pinzones sus aseados nidos, llenos de bebés boquiabiertos de ojos<br />

saltones; más abajo, los reyezuelos tejían sus frágiles, diminutas tacitas de pelo y musgo, o se<br />

suspendían cabeza abajo del extremo de las ramas para buscar insectos, acogiendo con grititos de<br />

alegría casi inaudibles el hallazgo de una pequeña araña o de un mosquito, y con graciosos brincos<br />

salpicaban la oscuridad del árbol del brillo de sus crestas de oro a manera de gorritas.<br />

No había pasado mucho tiempo desde nuestra llegada a la villa cuando descubrí que estos cerros<br />

pertenecían en realidad a las tortugas. Cierta tarde calurosa estábamos Roger y yo tras un arbusto,<br />

esperando pacientemente que una gran mariposa macaón retornara a su solana favorita para<br />

capturarla. Era el primer día verdaderamente caluroso del año, y todo parecía dormir, aletargado por<br />

el sol. La macaón no tenía ninguna prisa: danzaba por los olivares un solo de ballet girando,<br />

tirándose en picado, pirueteando en el aire. <strong>Mi</strong>entras la observábamos vi, con el rabillo del ojo, un<br />

leve movimiento cerca del arbusto que nos guarecía. Rápidamente miré a ver qué era, pero no había<br />

más que tierra parda, agostada y vacía. Iba a concentrar de nuevo mi atención en la mariposa<br />

cuando sucedió algo increíble: la tierra que acababa de mirar se abultó de pronto, como empujada<br />

por una mano subterránea; agrietóse el suelo y una minúscula matita aleteó desesperadamente hasta<br />

que sus pálidas raíces se troncharon y cayó.<br />

¿Cuál, me pregunté, podía ser la causa de tan repentina erupción? ¿Un terremoto? No los había<br />

tan pequeños y restringidos. ¿Un topo? No en un terreno tan árido y seco. Aún estaba haciendo<br />

cabalas cuando la tierra dio otra sacudida, desprendiéronse y salieron rodando algunos terrones, y<br />

ante mis ojos apareció una concha parda y amarilla. Abrióse más la tierra a medida que la concha se<br />

levantaba, y con despaciosa cautela salió del agujero una cabeza escamosa, arrugada, seguida de un<br />

largo cuello pellejudo. Los legañosos ojos parpadearon un par de veces observándome; al fin,<br />

suponiéndome inofensivo, la tortuga abandonó con cuidado y esfuerzos infinitos su celda de tierra,<br />

caminó unos pasos y se tendió al sol, amodorrada. Después de un largo invierno en el subsuelo<br />

húmedo y frío, aquel primer baño de sol debió ser algo así como un trago de vino para el reptil.<br />

Puso las patas extendidas fuera de la concha, el cuello estirado cuanto daba de sí, la cabeza apoyada<br />

en el suelo; con los ojos cerrados, parecía absorber calor por todos los poros de su cuerpo.<br />

Permaneció así unos diez minutos para erguirse después, lenta y premeditadamente, y bajar por el<br />

camino hasta una franja de diente de león y trébol que se extendía a la sombra de un ciprés. Allí<br />

parecieron flaquearle las patas y con ruido sordo se dejó caer sobre el peto. Sacó entonces la cabeza,<br />

la inclinó pausadamente hacia el rico verdor de los tréboles, abrió de par en par la boca, hubo un<br />

momento de suspense, y la cerró sobre las hojas suculentas; echó atrás la cabeza para arrancarlas y<br />

allí mismo se puso a zampar alegremente, manchado el pico con su primer almuerzo del año.<br />

Debió ser ésta la primera tortuga de la primavera, y como si su salida del dormitorio subterráneo<br />

fuera una señal convenida, súbitamente se cubrieron los cerros de tortugas. Jamás he visto tantas<br />

congregadas en tan reducido espacio: las había grandes como platos soperos y pequeñas como<br />

tacitas, bisabuelas color chocolate y jovencitas pálidas color carey, caminando todas con paso<br />

pesado por los senderos de arena, entrando y saliendo del brezo y los arrayanes, descendiendo

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