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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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Gurracas se aprendieron el pregón del pienso, toda su ilusión se centró en hacerles la vida imposible<br />

a las pobres aves. Para ello esperaban a los momentos más inoportunos: hasta que las gallinas, con<br />

infinito esfuerzo y mucho clocló, se habían instalado a dormir en los árboles más bajos, o a las<br />

horas de más calor, cuando se echaban una grata siesta a la sombra de los arrayanes. Apenas se<br />

habían dormido cuando las Gurracas iniciaban el pregón, haciendo una de ellas los hipidos mientras<br />

la otra se encargaba de los trinos. Las gallinas miraban en torno con nerviosismo, esperando cada<br />

una a que alguna de las otras diera señales de vida. De nuevo las llamaban las Gurracas, esta vez<br />

con tonos más seductores y apremiantes. De pronto una gallina con menos autodominio que las<br />

demás se ponía en pie cloqueando y corría a la jaula de las Gurracas, y las demás, entre aleteos y<br />

cloclós, la seguían a toda prisa. Se abalanzaban contra la tela metálica y allí, empujándose,<br />

pisoteándose, picándose y chillando, se agolpaban en multitud jadeante y desordenada con los ojos<br />

puestos en las Gurracas, que tersas y elegantes con sus blanquinegros trajes las contemplaban<br />

riéndose, como un par de embaucadores de la capital que acabasen de timar a un rebaño de palurdos<br />

crédulos. A las Gurracas les gustaban los perros, pero no perdían ocasión de meterse con ellos. A<br />

Roger le tenían especial cariño: iba a visitarlas a menudo, y se tumbaba junto a la tela metálica con<br />

las orejas tiesas mientras ellas, posadas en el suelo de la jaula a cinco centímetros de su hocico, le<br />

hablaban en tonos dulces y silbantes, mezclados con alguna que otra risotada ronca como si le<br />

estuvieran contando chistes verdes. Nunca se burlaban tanto de él como de los <strong>otros</strong> perros, y nunca<br />

le atraían con suaves lisonjas hasta la tela metálica para luego aletear al suelo y tirarle del rabo,<br />

como solían hacer con Widdle y Puke. En conjunto, las Gurracas respetaban a los perros, siempre<br />

que parecieran y se comportaran como tales; por eso, cuando Dodo hizo su entrada en la <strong>familia</strong>, las<br />

Gurracas se negaron de plano a reconocer en ella a un miembro de la especie canina, y desde el<br />

primer momento la trataron con un desprecio descarado y mordaz.<br />

Dodo pertenecía a una raza llamada dandy dinmont. Estos perros son algo así como largos y<br />

obesos globos cubiertos de pelo, con diminutas patitas torcidas, ojos enormes y protuberantes y<br />

largas orejas caídas. Lo curioso es que fue Mamá quien introdujo en la casa esta raza estrafalaria y<br />

contrahecha. Un amigo nuestro poseía una pareja de dichos <strong>animales</strong> que, tras varios años de<br />

esterilidad, engendró una carnada de seis cachorros. El pobre hombre estaba desesperado intentando<br />

buscarles buenas casas a todas aquellas crías, y Mamá, llevada de su carácter bondadoso e<br />

impulsivo, se ofreció a quedarse con uno. Una tarde fue a elegir su cachorro y, sin pararse a<br />

pensarlo, escogió una hembra. En aquel momento no consideró lo imprudente que sería meter una<br />

perra en una casa poblada exclusivamente por canes muy viriles. Agarrando debajo del brazo<br />

aquella especie de salchicha semiconsciente, Mamá subió al coche y regresó triunfalmente a la villa<br />

para presentarnos al nuevo inquilino. El cachorro, decidido a hacer de la ocasión una fecha<br />

memorable, padeció un mareo violento e interrumpido desde el momento de entrar en el coche hasta<br />

el momento de salir. La <strong>familia</strong>, congregada en la terraza, contempló cómo el trofeo de Mamá se<br />

arrastraba sendero arriba, con los ojos desorbitados, las orejas pendulando al desgaire, las diminutas<br />

patas luchando con denuedo por mantener en movimiento el cuerpo informe, y parándose de trecho<br />

en trecho para vomitar sobre las flores. —Oh, ¿no es encantador? —exclamó Margo. —¡Santo<br />

Dios! ¡Qué horror! —dijo Larry, contemplando a Dodo con repugnancia—. ¿De dónde has sacado<br />

ese Frankenstein canino?<br />

—Pero si es un perrito encantador —repitió Margo—. ¿Qué le encuentras de malo?<br />

—No es perrito, es perrita —dijo Mamá, contemplando con orgullo su adquisición—; se llama<br />

Dodo.<br />

Pues peor todavía me lo pones —dijo Larry—. Es un nombre detestable para un animal, y meter<br />

una perra en casa con esos tres libidinosos por en medio son ganas de buscarse complicaciones.<br />

Pero además, ¡qué espanto! ¡Qué cosa tan informe! ¿Y cómo es que es así? ¿Ha sufrido un<br />

accidente, o le viene de nacimiento?<br />

—No seas bobo, querido, es la raza. Tienen que ser así. —Tonterías, madre, eso es un monstruo.<br />

¿Quién puede haber criado deliberadamente una cosa de esa forma?

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