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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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pensaría pasarse así todo el verano... Al fin, más por chiripa que por habilidad, se montó, y ya<br />

exhalaba yo un suspiro de alivio cuando la hembra, harta de la impericia del macho, avanzó unos<br />

pocos pasos hacia una hoja de diente de león. Su esposo arañó con ahínco el caparazón en<br />

movimiento, pero no halló dónde agarrarse; resbaló, vaciló en el aire un momento y acabó rodando<br />

ignominiosamente patas arriba. Este golpe final debió ser demasiado para él, pues en lugar de<br />

intentar ponerse bien se limitó a replegarse en la concha y se quedó allí todo afligido.<br />

La hembra, entre tanto, se comía la hoja de diente de león. Finalmente, y en vista de que su pasión<br />

parecía extinta, puse derecho al macho. Pasado un minuto salió andando, mirando en torno con<br />

expresión ofuscada e ignorando a su antigua esposa, que con la boca llena de comida lo<br />

contemplaba sin emoción. Como castigo a su cruel comportamiento me la llevé a la parte más<br />

yerma y reseca de la ladera y la dejé allí, para que tuviera que darse una larguísima caminata hasta<br />

el trébol más próximo.<br />

Llegué a conocer de vista a muchas de las tortugas, tal era el entusiasmo y atención con que<br />

observaba su vida cotidiana. A unas las reconocía por su forma y colorido, a otras por algún defecto<br />

físico: una mella en el borde del caparazón, la falta de una uña, etcétera. Había una hembra grande,<br />

color miel y alquitrán, que por tener un solo ojo resultaba inconfundible. Trabé con ella tanta<br />

intimidad que la bauticé con el nombre de Madame Cíclope. Ella me conocía muy bien, y sabiendo<br />

que no le haría ningún daño no se escondía en la concha al verme llegar, sino que estiraba el cuello<br />

por ver si le traía alguna golosina: una hoja de lechuga o unos caracolitos, por los que sentía afición<br />

desmedida. Roger y yo la seguíamos mientras despachaba sus asuntos tan contenta, y de vez en<br />

cuando, como algo especial, la trasladábamos a los olivares a merendar tréboles. Me disgustó<br />

mucho no asistir a su boda, pero tuve la suerte de presenciar el resultado.<br />

Un día la encontré muy ocupada en abrir un hoyo al pie de un rellano de tierra blanda. Cuando<br />

llegué estaba ya a cierta profundidad, y pareció alegrarse de interrumpir la tarea para tomar como<br />

ligero refrigerio unas flores de trébol. Luego reanudó el trabajo, removiendo la tierra con las patas<br />

delanteras y empujándola a un lado con la concha. No demasiado seguro de cuáles fuesen sus<br />

propósitos, renuncié a prestarle ayuda, tumbándome en cambio tripa abajo para observarla. Al cabo<br />

de un rato, cuando ya tenía sacado un buen montón de tierra, escudriñó cuidadosamente el agujero<br />

desde todos los ángulos y pareció satisfecha. Se volvió, inclinó la parte posterior sobre el hoyo y se<br />

sentó con gesto absorto para poner distraídamente nueve huevos blancos. Su hazaña me sorprendió<br />

y encantó a la vez, y la felicité efusivamente mientras ella, meditabunda, tragaba aire. Luego<br />

procedió a tapar los huevos con tierra y a apisonarla firmemente por el sencillo método de colocarse<br />

encima y dejarse caer sobre el peto varias veces. Finalizada la tarea, descansó y aceptó los restos del<br />

trébol.<br />

<strong>Mi</strong> situación era algo delicada: quería a toda costa llevarme uno de los huevos para mi colección,<br />

pero no me atrevía a cogerlo estando ella delante, por temor a que se sintiera insultada y<br />

desenterrara quizá los demás para comérselos o hacer con ellos alguna otra barbaridad. Así que tuve<br />

que sentarme a esperar pacientemente en tanto que ella acababa el piscolabis, echaba un sueñecito y<br />

se alejaba finalmente entre las matas. La seguí un buen trecho para asegurarme de que no regresaría,<br />

y después corrí al nido y saqué con cuidado uno de los huevos. Tenía el tamaño de un huevo de<br />

paloma, forma oval y cáscara rugosa, cretácea. Aplasté de nuevo la tierra para que la madre no<br />

advirtiera que alguien había hurgado en el nido, y volví a casa con mi trofeo. Con mucho tiento le<br />

extraje la pegajosa yema y entronicé la cáscara en mi colección de historia natural, en una cajita con<br />

tapa de vidrio. La etiqueta, bonita combinación de lo científico y lo sentimental, decía así: Huevo de<br />

tortuga griega (Testudo graeca). Puesto por Madame Cíclope.<br />

Durante toda la primavera y principios del verano, mientras yo estudiaba el cortejo de las tortugas,<br />

discurrió por la villa un desfile aparentemente interminable de amigos de Larry. Apenas<br />

acabábamos de despedir a una tanda y exhalábamos un suspiro de alivio cuando arribaba otro barco,<br />

la larga hilera de taxis y coches de punto subía la cuesta con ruido de cascos y bocinas, y de nuevo<br />

se nos llenaba la casa. Algunas veces la nueva remesa de invitados aparecía antes de que

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