Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
envejeciendo uno no cree nada y nada le sorprende, y en consecuencia se es más receptivo para las<br />
ideas. ¡Tonterías! Todos los viejos que yo conozco han tenido la mente cerrada como una ostra gris<br />
y escamosa desde su primera juventud.<br />
Me miró entonces con severidad.<br />
—¿Te parece que digo cosas raras? Que chocheo, ¿eh? ¿Que es absurdo que las flores conversen<br />
entre sí?<br />
Rápida y sinceramente lo negué. Dije que me parecía muy probable que las flores hablasen.<br />
Señalé que los murciélagos producían chillidos débiles que yo podía oír, pero que por ser<br />
demasiado agudos le resultaban inaudibles a una persona de más edad.<br />
—¡Exactamente, exactamente! —exclamó encantada—. Es una cuestión de distinta longitud de<br />
onda. Yo lo atribuyo todo a ese proceso de frenado. Otra cosa que no se aprecia cuando se es joven<br />
es que las flores tienen personalidad. Son distintas unas de otras, lo mismo que las personas. <strong>Mi</strong>ra,<br />
te voy a mostrar un caso. ¿Ves aquella rosa de allí, que está sola en el florero?<br />
Sobre una mesita rinconera, entronizada en un florerito de plata, había una magnífica rosa<br />
aterciopelada, de un color granate tan oscuro que diríase casi negro. Era una flor deslumbrante, con<br />
pétalos de perfecta curvatura, de piel tan tersa e inmaculada como el ala de una mariposa recién<br />
nacida.<br />
—¿Ves qué preciosidad? —me preguntó la señora Kralefsky—. ¿Ves qué maravilla? Pues lleva<br />
ahí dos semanas. Casi no lo puedes creer, ¿verdad? Y cuando vino no estaba en capullo. No, no,<br />
venía ya bien abierta. ¿Pero sabes que estuvo tan enferma que temí que no saliera adelante? La<br />
persona que la cortó tuvo el tremendo descuido de ponerla con un manojo de margaritas. ¡Fatal,<br />
absolutamente fatal! No te puedes imaginar lo cruel que es la <strong>familia</strong> de las margaritas. Son unas<br />
flores muy toscas, muy plebeyas, y claro, poner entre ellas una aristócrata como la rosa es<br />
simplemente buscarle tres pies al gato. Cuando llegó estaba tan ajada y descolorida que yo ni<br />
siquiera la vi entre las margaritas. Pero por suerte las oí. Yo estaba aquí echando una cabezadita<br />
cuando empezaron, sobre todo, según me pareció, las amarillas, que siempre son tan pendencieras.<br />
Bueno, naturalmente yo no entendía lo que estaban diciendo, pero sonaba horrible. Al principio no<br />
me di cuenta de a quién se dirigían; creí que discutían entre sí. Entonces me levanté a echar un<br />
vistazo, y me encontré a esa pobre rosa toda espachurrada en medio de las otras, que no hacían más<br />
que ensañarse con ella. La saqué, la puse sola y le di media aspirina. La aspirina es muy buena para<br />
las rosas. Monedas de dracma para los crisantemos, aspirina para las rosas, coñac para el guisante<br />
de olor, y para las flores carnosas del tipo de las begonias, unas gotitas de zumo de limón. Pues<br />
volviendo a nuestra rosa: apartada de la compañía de las margaritas y con el tentempié se reanimó<br />
en seguida y ahora está muy agradecida; se nota que está haciendo un esfuerzo por conservarse<br />
bella el mayor tiempo posible, en prueba de gratitud.<br />
Al decir esto dirigió una mirada afectuosa a la flor, espléndida en su peana de plata.<br />
—Sí, yo he aprendido muchas cosas sobre las flores.<br />
Son como las personas. Si juntas muchas, se incordian unas a otras y empiezan a marchitarse. Si<br />
mezclas algunas clases, se produce una forma espantosa de clasismo. Y, claro está, el agua es muy<br />
importante. ¿Sabes que algunas personas creen que está bien cambiarles el agua todos los días?<br />
¡Espantoso! Se las oye morirse si se hace eso. Yo les cambio el agua una vez a la semana, le echo un<br />
puñado de tierra y se conservan magníficas.<br />
Abrióse la puerta y entró Kralefsky, bamboleándose con sonrisa triunfal.<br />
—¡Han salido todos! —anunció—, los cuatro. Estoy contentísimo. Me tenía muy preocupado: era<br />
su primera nidada.<br />
—Qué bien, querido; cuánto me alegro —dijo encantada la señora Kralefsky—. Te lo has<br />
merecido. Pues mira, Gerry y yo hemos tenido una conversación muy interesante. A mí, al menos,