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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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Durante breve tiempo también Quasimodo asistió a nuestras clases, portándose estupendamente<br />

mientras se le permitiera sentarse en mi regazo. Allí se pasaba la mañana dormitando, arrullando<br />

para sí. Pero yo mismo decidí echarle porque un día derramó un tintero verde sobre el centro exacto<br />

de un mapa grande y muy bonito que acabábamos de terminar. Naturalmente, me di cuenta de que<br />

semejante vandalismo no era intencionado, pero aun así me fastidió. Durante toda una semana<br />

Quasimodo intentó recuperar mi favor apostándose a la puerta y arrullando seductoramente por la<br />

rendija, pero cada vez que me sentía ablandado echaba un vistazo a las plumas de su cola, teñidas<br />

de un horrible verde chillón, y mi corazón se endurecía de nuevo.<br />

También Aquiles asistió a una clase, pero no era partidario de estar encerrado en casa. Toda la<br />

mañana estuvo vagando por el cuarto y arañando los rodapiés y la puerta. Cada dos por tres se<br />

atascaba entre los muebles y pataleaba frenético hasta que levantásemos lo que fuera para<br />

rescatarle. Dado el reducido tamaño de la habitación, correr un mueble significaba tener que<br />

correrlos todos. A la tercera mudanza George dijo que como nunca había trabajado para Cárter<br />

Paterson 1 no estaba hecho a esos esfuerzos, y que seguramente Aquiles estaría más contento en el<br />

jardín.<br />

De modo que sólo quedó Roger para hacerme compañía. Era reconfortante, desde luego, poder<br />

apoyar los pies sobre su masa lanuda mientras me debatía con un problema, pero aun así no<br />

resultaba nada fácil concentrarse, porque el sol irrumpía por entre las maderas atigrando la mesa y<br />

el suelo, recordándome todas las cosas que podía estar haciendo.<br />

A mi alrededor se extendían los vastos, desiertos olivares envueltos en el eco de las cigarras; los<br />

muretes de piedra recubierta de musgo que convertían los viñedos en escalinatas para paseo de los<br />

pintados lagartos; los sotos de arrayán llenos de insectos y el promontorio yermo donde bandadas<br />

de llamativos jilgueros revoloteaban con alegre piar de cardo en cardo.<br />

Advirtiéndolo, George instituyó sabiamente el novedoso sistema de clases al aire libre. Algunas<br />

mañanas se presentaba con una gran toalla de felpa, y juntos emprendíamos la bajada por los<br />

olivares, siguiendo la carretera como una alfombra de terciopelo blanco bajo su capa de polvo.<br />

Torcíamos luego por un camino de cabras que tras bordear la cima de acantilados minúsculos nos<br />

conducía a una cala pequeña y recoleta, rodeada de un festón de arena blanca. Crecía allí un grupo<br />

de olivos raquíticos que proporcionaban grata sombra. Desde arriba del acantilado, la cala se veía<br />

tan quieta y transparente que no parecía de verdad. Sobre la arena ondulada por las olas los peces se<br />

deslizaban como suspendidos en el aire; y aun por debajo de dos metros de agua clara se veían rocas<br />

sobre las cuales las anémonas alzaban brazos frágiles y coloreados, y corrían los cangrejos<br />

ermitaños, arrastrando sus casas en forma de peonza.<br />

Nos desnudábamos bajo los olivos y entrábamos en el agua templada y luminosa, para flotar boca<br />

abajo sobre las rocas y las marañas de algas, buceando de vez en cuando en busca de algo que nos<br />

llamase la atención: una concha de colores más vivos que las demás; o un cangrejo ermitaño de<br />

proporciones colosales y adornado con una anémona sobre la concha, como una boina con una flor<br />

rosada. Aquí y allá cubríase el fondo de macizos de algas negras, y allí habitaban los cohombros de<br />

mar.<br />

Pisando agua y mirando hacia abajo, veíamos a nuestros pies las frondas angostas y relucientes de<br />

algas verdes o negras, apelmazadas y enredadas, y sobre ellas nos tumbábamos como halcones<br />

detenidos en vuelo sobre un extraño bosque. En los claros intermedios yacían los cohombros de<br />

mar, quizá lo más feo de toda la fauna marina. De unos quince centímetros de largo, parecían<br />

exactamente salchichas gordas de cuero grueso, marrón y arrugado; bestias mortecinas, primitivas,<br />

que se pasan la vida en el mismo sitio, rodando levemente por el movimiento del mar, sin más<br />

actividad que la de sorber agua salada por un extremo del cuerpo y expulsarla por el otro. En algún<br />

filtro del interior de la salchicha se queda la diminuta vida animal y vegetal del agua, pasando<br />

entonces al rudimentario estómago del cohombro. Nadie se atrevería a decir que es la suya una vida<br />

interesante. Estúpidamente ruedan por la arena, sorbiendo con monótona regularidad. Se hace difícil<br />

creer que estas obesas criaturas puedan defenderse de algún modo, o que en algún momento les sea

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