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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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me lo ha parecido.<br />

Poniéndome en pie, señalé que también a mí me había parecido muy interesante.<br />

—Tienes que venir a verme alguna otra vez, si no te resulta aburrido —me dijo—. <strong>Mi</strong>s ideas las<br />

encontrarás quizá un poquito excéntricas, pero no está de más oírlas.<br />

Sumida en el lecho bajo su inmensa cabellera, me sonrió y alzó una mano con elegante gesto de<br />

despedida. Yo crucé la habitación detrás de Kralefsky, y al llegar a la puerta me volví para dirigirle<br />

una sonrisa. Yacía inmóvil, sumisa bajo el peso de sus cabellos. De nuevo alzó la mano. En la<br />

penumbra, me pareció como si las flores se hubieran aproximado a ella, rodeando atentamente su<br />

cama en espera de que les contase algo: una reina anciana y consumida, yaciendo en medio de su<br />

corte de flores susurrantes.<br />

15. Los bosques de Cyclamen.<br />

A unos ochocientos metros de la villa se alzaba un cerro cónico bastante extenso, cubierto de<br />

hierba y brezo y coronado por tres minúsculos olivares, separados por anchos macizos de arrayán.<br />

Yo los llamaba Bosques de Ciclamen, porque en el buen tiempo la tierra al pie de los árboles se<br />

teñía de rojo con las flores de ciclamen, que allí parecían crecer más apretadas y abundantes que en<br />

ningún otro punto de la isla. Los bulbos redondos y lustrosos, de piel frágil y quebradiza, brotaban<br />

aglomerados como ostras, cada uno con su haz de hojas verde oscuro veteadas de blanco, un<br />

manantial de flores como copos de nieve manchados de rojo.<br />

Los Bosques de Ciclamen era un lugar excelente para pasar la tarde. Tumbado a la sombra de los<br />

olivos, veía desde allí todo el valle, un mosaico de campos, viñedos y huertos, hasta donde el mar<br />

brillaba entre los troncos de los árboles, salpicándose de mil chispas encendidas al apretarse<br />

perezoso contra la costa. El cerro parecía tener su brisa propia, aunque modesta, y por mucho calor<br />

que hiciera en el valle, en los tres olivares soplaba constantemente un viento leve, susurraban las<br />

hojas y los lánguidos ciclámenes cabeceaban en eterno saludo. Era el sitio ideal para descansar<br />

después de una implacable cacería de lagartos, cuando la cabeza me latía de calor, se me pegaba al<br />

cuerpo la ropa descolorida por el sudor y los tres perros sacaban sus lenguas rosadas para jadear<br />

corno locomotoras antiguas de juguete. Así estábamos descansando un día cuando se me presentó la<br />

ocasión de adquirir dos nuevos <strong>animales</strong>, desencadenando indirectamente una serie de<br />

acontecimientos que afectarían a Larry y al señor Kralefsky.<br />

Con la lengua afuera, los perros se habían tirado entre las flores y yacían tripa abajo, estirando las<br />

patas posteriores para cubrir la mayor extensión posible de tierra fresca. Tenían los ojos entornados<br />

y la papada oscura de saliva. Yo estaba recostado en un tronco de olivo que llevaba los últimos cien<br />

años adquiriendo las características de un respaldo perfecto, y oteaba los campos tratando de<br />

identificar a mis amigos campesinos entre las manchitas de color en movimiento. Muy abajo, sobre<br />

un cuadrado rubio de maíz crecido, apareció una pequeña forma blanca y negra, como una cruz de<br />

Malta, que planeando velozmente sobre los llanos cultivados se dirigía derecho a la cima. Al<br />

aproximarse a donde yo estaba, la urraca emitió tres graznidos secos que sonaron con sordina, como<br />

si llevara el pico lleno de comida. Recta como una flecha se zambulló en la copa de un olivo no<br />

muy lejano; hubo una pausa, y de entre el follaje salió un coro de grititos agudos que subió en<br />

crescendo para luego apagarse lentamente. De nuevo oí graznar a la urraca con voz suave y<br />

amonestadora; saltó de las ramas y descendió planeando por la ladera. Esperé hasta verla convertida<br />

en un mero puntito, una mota de polvo flotando sobre el encrespado triángulo de viñas en el<br />

horizonte; entonces me levanté y rodeé con sigilo el árbol de donde habían salido los curiosos<br />

sonidos. En las ramas altas, semiescondido por las hojas verdes y plateadas, distinguí un amasijo<br />

oval de palitos, una especie de gran balón peludo. Lleno de emoción, empecé a trepar tronco arriba,<br />

mientras los perros se reunían al pie para observarme con sumo interés; ya cerca del nido, bajé la

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