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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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—¡Larry! Podrías no hablar así delante de Gerry.<br />

—No es más que una advertencia.<br />

Se hizo una pausa mientras Mamá limpiaba febrilmente sus gafas.<br />

—Pero es que me resulta tan... tan... excéntrico eso de cambiar de casa como si tal cosa, querido<br />

—dijo por fin.<br />

—No tiene nada de excéntrico —dijo Larry, sorprendido—; es una cosa perfectamente lógica.<br />

—Claro que sí —asintió Leslie—; es un acto de legítima defensa.<br />

—Anda, Mamá, sé razonable —dijo Margo—; al fin y al cabo, de sabios es mudarse.<br />

Y así, teniendo presente aquel nuevo refrán, nos mudamos.<br />

13. La villa blanca.<br />

Tercera Parte<br />

Tanto vive el hombre alegre (dicen) como el triste, y<br />

aún vive un día más.<br />

Udall, Ralph Roister Doister<br />

Subida a una colina entre olivos, la nueva villa, blanca como la nieve, tenía por todo uno de sus<br />

lados una ancha terraza enmarcada por gruesa cornisa de parra. Delante había un jardincito de<br />

bolsillo bien tapiado, densa maraña de flores silvestres, sombreado por el lustroso follaje verde<br />

oscuro de un gran magnolio. El camino de tierra, surcado de baches, rodeaba la casa para bajar<br />

después entre olivares, viñedos y huertos hasta desembocar en la carretera. Apenas la vimos guiados<br />

por Spiro, la villa nos gustó. Decrépita pero inmensamente elegante entre los retorcidos olivos, su<br />

aspecto era el de una beldad dieciochesca en medio de un corro de fregonas. Mucho realzó sus<br />

encantos, desde mi punto de vista, el hallazgo de un murciélago en una de las habitaciones, colgado<br />

cabeza abajo y chirriando con sombría malevolencia. Yo me hice la ilusión de que seguiría pasando<br />

sus días en casa, pero tan pronto como nos mudamos decidió que aquello se estaba superpoblando y<br />

partió rumbo a algún olivo apacible. Lo lamenté, pero como tenía muchas otras cosas en que<br />

ocuparme se me olvidó en seguida.<br />

Fue en la villa blanca donde conocí íntimamente a las mantis: hasta entonces las había visto de<br />

vez en cuando merodear por los arrayanes, pero sin prestarles mucha atención. Ahora no tenía más<br />

remedio que observarlas, porque en la colina donde se alzaba la villa las había a centenares, y en su<br />

mayoría mucho más grandes que las que había yo encontrado anteriormente. Se posaban desdeñosas<br />

en los olivos, entre el arrayán, en las bruñidas hojas del magnolio, y de noche convergían sobre las<br />

luces de la casa batiendo sus alas verdes como las ruedas de los vapores antiguos. Luego de<br />

aterrizar sobre mesas y sillas se ponían a dar zancadas con afectación, girando la cabeza de un lado<br />

a otro en busca de presa, mirándonos fijamente con sus ojos bulbosos y rostro sin mentón. Yo no<br />

sabía que pudieran alcanzar tan gran tamaño, pero algunas de las mantis que nos visitaban medían<br />

hasta once centímetros; aquellos monstruos no le temían a nada, y atacaban sin vacilar cosas tan<br />

grandes como ellas o incluso mayores. Debían creer que la casa era de su propiedad, y las paredes y<br />

techos, cotos de caza exclusivos suyos. Pero las salamanquesas que vivían en las grietas de la tapia<br />

del jardín pensaban lo mismo, por lo que insectos y reptiles se tenían declarada una guerra<br />

constante. La mayor parte de los encuentros eran meras escaramuzas entre individuos de ambas<br />

especies, en las que el equilibrio de fuerzas impedía que llegase la sangre al río. De cuando en<br />

cuando, sin embargo, se registraba una batalla espectacular. Tuve la suerte de presenciar uno de

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