Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
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salieron también, en las orejas, largos penachos de pluma que encrespaba indignado cada vez que<br />
alguien se tomaba libertades con él. Como ya era muy mayor para alojarse en el cestillo y se oponía<br />
tenazmente a la idea de ser enjaulado, tuve que dejarle suelto por el estudio. Realizaba sus vuelos de<br />
entrenamiento de la mesa al picaporte, y una vez dominado el arte eligió como hogar la galería de<br />
encima de la ventana, y allí se pasaba el día durmiendo con los ojos cerrados, viva estampa de un<br />
tocón de olivo. Si se le hablaba abría una rendija de ojos, erguía las orejas y alargaba todo el cuerpo,<br />
tomando así el aspecto de un extraño y escuálido ídolo chino. Si se sentía especialmente mimoso<br />
chascaba el pico o, ya como concesión extraordinaria, daba un vuelecito hasta el hombro y me<br />
tiraba un rápido picotazo a la oreja.<br />
Cuando se ponía el sol y las salamanquesas empezaban a corretear por las paredes sombrías de la<br />
casa, Ulises despertaba. Bostezaba con delicadeza, estiraba las alas, se atusaba la cola, y luego daba<br />
una sacudida tan violenta que todas las plumas se le ponían de punta como los pétalos de un<br />
crisantemo al viento. Con la mayor displicencia regurgitaba una pella de comida sin digerir al<br />
periódico que le extendíamos debajo para este y <strong>otros</strong> fines. Listo para emprender su actividad<br />
nocturna, emitía un «¿tiúu?» experimental para comprobar el estado de su voz, y sobre alas ligeras<br />
planeaba por el cuarto cual silencioso copo de hollín hasta posarse en mi hombro. Sentábase allí un<br />
ratito picoteándome la oreja, y después daba otra sacudida y dejando a un lado los afectos se ponía<br />
práctico. Volaba entonces al alféizar de la ventana y articulaba otro «¿tiúu?» interrogante,<br />
mirándome fijamente con sus ojos color de miel. Ese gesto quería decir que le abriese las<br />
contraventanas. En cuanto yo las apartaba salía flotando, recortándose un instante a la luz de la luna<br />
antes de zambullirse en el oscuro olivar. Segundos más tarde resonaba un «¡tiúu! ¡tiúu!» de desafío,<br />
señal de que Ulises daba comienzo a su cacería.<br />
El tiempo que Ulises dedicaba a cazar variaba mucho: lo mismo volaba de nuevo a la habitación<br />
cuando sólo había transcurrido una hora, que pasaba afuera toda la noche. Pero dondequiera que<br />
fuese, nunca dejaba de volver a casa a cenar entre las nueve y las diez. Si no había luz en el estudio,<br />
bajaba volando a asomarse por la ventana del cuarto de estar a ver si yo estaba allí. Caso de no<br />
encontrarme subía de nuevo por la fachada para aterrizar en el alféizar de mi alcoba y picar con<br />
ahínco en la contraventana, hasta que yo abría y le servía su platito de carne picada, corazoncitos de<br />
pollo, o cualquiera que fuese el manjar que componía su menú ese día. Deglutido el último bocado<br />
exhalaba un leve hipido, se sentaba a meditar un momento y salía volando sobre las plateadas copas<br />
de los árboles.<br />
Una vez demostrada su capacidad de combate, Ulises hizo bastante amistad con Roger, y si a la<br />
caída de la tarde salíamos a darnos un chapuzón accedía a veces a honrarnos con su compañía. Iba<br />
montado sobre el lomo de Roger, agarrándose bien a sus lanas negras; si, como sucedía en<br />
ocasiones, Roger se olvidaba de su pasajero y aceleraba demasiado o pasaba las piedras de un salto,<br />
los ojos de Ulises centelleaban, agitaba las alas haciendo esfuerzos frenéticos por mantener el<br />
equilibrio y chascaba ruidosa y airadamente el pico hasta que yo reprendiese a Roger por su<br />
descuido. Ya en la playa, Ulises se posaba sobre mi ropa mientras Roger y yo triscábamos por el<br />
agua templada de la orilla. Ulises, tieso como un centinela, contemplaba nuestras extravagancias<br />
con ojos redondos y gesto de desaprobación. De vez en cuando abandonaba su puesto para planear<br />
casi rozándonos, chascar el pico y volver a tierra, pero si lo hacía alarmado por nuestra seguridad o<br />
para unirse a nuestros juegos es cosa que no fui capaz de dilucidar. Si pasábamos mucho rato en el<br />
agua, se aburría y salía volando sobre el monte hasta el jardín, chillando «¡tiúu!» a modo de<br />
despedida.<br />
En verano, cuando había luna llena, la <strong>familia</strong> se aficionó a bañarse de noche, porque durante el<br />
día el mar no refrescaba de puro caliente. En cuanto salía la luna bajábamos por entre los árboles<br />
hasta el chirriante embarcadero y saltábamos a bordo de la Vaca marina. Con Larry y Peter a un<br />
remo, Margo y Leslie al otro y Roger y yo en la proa haciendo de vigías, bordeábamos la costa<br />
como cosa de un kilómetro hasta llegar a una calita ribeteada de arena blanca y unas pocas rocas<br />
cuidadosamente distribuidas, que por ser lisas y estar aún templadas por el sol resultaban ideales<br />
para sentarse. Anclábamos la Vaca marina en aguas profundas y nos tirábamos por la borda a