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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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cipreses, las rocas multicolores de la costa y el mar liso, opalino, con su azul de martín pescador y<br />

su verde de jade, quebrada aquí y allá su bruñida superficie al plegarse en torno a un promontorio<br />

rocoso, enmarañado de olivos. Debajo de nos<strong>otros</strong> se abría una pequeña cala en blanco perfil de<br />

media luna, tan poco profunda y con un fondo de arena tan brillante que el agua tomaba en ella un<br />

color azul pálido, casi blanco. La subida me había dejado sudoroso, y Roger se había tendido con la<br />

lengua afuera y bigotes bañados en saliva. Decidimos que, después de todo, no escalaríamos el<br />

monte; mejor sería darnos un chapuzón. Bajamos, pues, corriendo la ladera hasta llegar a la cala<br />

desierta, silenciosa, dormida bajo el sol cegador. Amodorrados, nos sentamos en las aguas bajas y<br />

templadas y me puse a hurgar en la arena. A ratos encontraba un canto rodado, o un trozo de vidrio<br />

desgastado y lamido por el mar hasta adquirir el aspecto de una joya asombrosa, verde y<br />

translúcida. Estos hallazgos se los pasaba a Roger, que me contemplaba sentado. Él, no muy seguro<br />

de lo que yo quería que hiciese pero evitando ofenderme, los cogía delicadamente con la boca.<br />

Después, cuando le parecía que no le estaba mirando, los soltaba otra vez al agua y exhalaba un<br />

hondo suspiro.<br />

Luego me tumbé sobre una roca para secarme, mientras Roger estornudaba y chapoteaba por la<br />

orilla, tratando de atrapar alguna de las rabosas de aletas azules que con cara ausente y boquiabierta<br />

pasaban de una a otra roca a velocidad de golondrinas. Jadeante, fija la vista en el agua clara, Roger<br />

las seguía con gesto de concentración profunda. Ya seco, me puse el pantalón y la camisa y le llamé.<br />

Vino de mala gana, con más de una mirada atrás hacia las rabosas que aún centelleaban sobre el<br />

soleado fondo arenoso de la cala. Acercándose a mí lo más posible, se sacudió vigorosamente y me<br />

soltó una ducha de agua de sus pelos rizados.<br />

De resultas del baño me sentía el cuerpo pesado y relajado, y la piel como cubierta de una sedosa<br />

capa de sal. Despacio y soñolientos salimos a la carretera. Notándome hambriento, me pregunté<br />

cuál sería la casa más próxima donde conseguir algo de comer. <strong>Mi</strong>entras con la punta del pie<br />

levantaba nubecitas de polvo blanco del camino, me detuve a considerar el problema. Si iba a ver a<br />

Leonora, que era sin duda quien vivía más cerca, me daría brevas y pan, pero se empeñaría en<br />

darme también el último boletín sobre el estado de salud de su hija. Su hija era un virago de voz<br />

ronca y con un ojo torcido a quien yo detestaba cordialmente, de modo que su salud no podía<br />

importarme menos. Decidí no acudir a Leonora: una lástima, porque suyas eran las mejores brevas<br />

en muchos kilómetros a la redonda, pero mi amor por las brevas tenía sus límites. Si iba a ver a<br />

Taki, el pescador, le encontraría echándose la siesta, y se limitaría a vociferar: «Largo de aquí,<br />

panochita», desde las profundidades de su casa con las persianas bien cerradas. Christaki y su<br />

<strong>familia</strong> estarían probablemente, pero a cambio de alimentarme querrían que les respondiese a un<br />

sinfín de preguntas tediosas: ¿Inglaterra es mayor que Corfú? ¿Cuánta gente vive allí? ¿Son todos<br />

lores? ¿Cómo es un tren? ¿Crecen árboles en Inglaterra?, y así interminablemente. De haber sido de<br />

mañana habría atajado por campos y viñedos, llegando a casa con la tripa llena de las aportaciones<br />

de diversos amigos: aceitunas, uvas, higos, pan, con quizá un breve rodeo por los campos de<br />

Filomena, donde podía estar seguro de redondear mi piscolabis con una rodaja crespa y roja de<br />

sandía, fría como el hielo. Pero era la hora de la siesta, y casi todos los campesinos dormían tras<br />

puertas y contraventanas cerradas a piedra y lodo. Era un problema difícil, y a medida que lo<br />

estudiaba se intensificaba mi ataque de hambre, y mis puntapiés al polvo se hacían más enérgicos,<br />

hasta que Roger estornudó a modo de protesta, dirigiéndome una mirada ofendida.<br />

De pronto tuve una idea. Al otro lado del monte vivían Yani, el viejo pastor, y su mujer en una<br />

casita diminuta y encalada. Sabía que Yani se solía echar la siesta fuera de casa, a la sombra de la<br />

parra, y si hacía bastante ruido al acercarme se despertaría. Una vez despierto, sin duda me ofrecería<br />

su hospitalidad. De ninguna casa del campo se salía con las manos vacías. Animado ante esa<br />

perspectiva, inicié la marcha por el sendero serpenteante y pedregoso que habían abierto las cabras<br />

de Yani: coroné la cresta del monte y bajé al valle, donde el rojo tejado del pastor relucía entre los<br />

olivos gigantescos. Ya lo bastante cerca, me detuve y arrojé una piedra para que Roger me la trajera.<br />

Era éste uno de sus pasatiempos favoritos, pero una vez empezado había que continuar, o de lo<br />

contrario te cerraría el paso ladrando horriblemente hasta hacerte repetir el gesto por pura

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