Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
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habría abofeteado con mucho gusto. Estaba convencida de que no llegaríamos nunca. Ni pudimos<br />
quitárnoslo de encima al pie del monte. Se empeñó en subir con nosotras, armado de un palo,<br />
porque según él en esta época del año el campo está plagado de culebras. ¡Qué alivio perderle de<br />
vista! Me temo que en el futuro tendrás que elegir con más cuidado tus amistades, Margo. Yo, otra<br />
como ésta y no lo cuento. Me aterraba pensar que a lo mejor venía hasta la puerta y habríamos<br />
tenido que invitarle a pasar. Ay, creí que no nos lo despegaríamos nunca.<br />
—Es evidente que no le habéis dado nada de miedo —dijo Larry.<br />
Para Leslie la llegada de la primavera significaba el suave batir de alas de las recién llegadas<br />
tórtolas y palomas torcaces y el fugaz brinco de una liebre que se escabulle entre los arrayanes. Por<br />
eso, tras visitar numerosas armerías y luego de mucha discusión técnica, un día regresó a la villa<br />
portando con orgullo una escopeta de dos cañones. Lo primero que hizo fue llevarla a su cuarto,<br />
desmontarla y limpiarla, mientras yo le contemplaba fascinado por los relucientes cañones y caja,<br />
aspirando extasiado el rico y denso olor del aceite.<br />
—¿No es preciosa? —musitaba más para sí que para mí, con un chispeo en los vivos ojos azules<br />
—. ¿No es un encanto?<br />
Tiernamente acariciaba la tersa forma del arma. De pronto se la encaró y siguió el paso imaginario<br />
de una bandada de aves por el techo.<br />
—¡Pam!... ¡pam! —rugió, golpeándose el hombro con la culata—. ¡Izquierda, derecha, abajo<br />
todos!<br />
Con el trapo aceitado frotó por última vez la escopeta y la colocó con cuidado en un rincón, junto<br />
a su cama.<br />
—Mañana salimos por un par de tórtolas, ¿quieres? —continuó, abriendo una caja de rojos<br />
perdigones y derramándolos sobre la cama—. Empiezan a pasar a eso de las seis. Ese montecito al<br />
otro lado del valle es buen sitio.<br />
Y al amanecer ambos atravesamos a la carrera los achaparrados y brumosos olivares hasta el valle<br />
donde los arrayanes estaban todavía húmedos y pegajosos de rocío, y de allí hasta la cima del<br />
montecito. Metidos en el viñedo hasta la cintura esperamos a que aumentara la luz y empezaran a<br />
volar las aves. Súbitamente el cielo pálido del alba se cuajó de motilas negras, veloces como saetas,<br />
y a nuestros oídos llegó el rápido batir de las alas. Leslie, abierto de piernas, aguardaba con la culata<br />
apoyada en la cadera, siguiendo con mirada tensa y centelleante el vuelo de las aves. Se fueron<br />
acercando, y ya parecía que pasaban sobre nos<strong>otros</strong> para ir a perderse en las temblorosas copas de<br />
los olivos. En el último instante el arma saltó hábilmente al hombro de Leslie, los brillantes cañones<br />
alzaron la boca al cielo y sonó un estallido seco que repercutió brevemente, como el chasquido de<br />
una gran rama en el bosque tranquilo. La tórtola, un momento antes tan rauda y atenta al vuelo,<br />
cayó entonces desmayadamente a tierra, seguida de un torbellino de tenues plumas color canela. Ya<br />
con cinco tórtolas colgando del cinturón, yertas y ensangrentadas, Leslie se bajó la visera sobre los<br />
ojos y se echó el arma bajo el brazo.<br />
—Vamos —dijo—; ya está bien. Hay que darles un respiro a las pobres criaturas.<br />
Regresamos a través de los olivares veteados de sol, donde los pinzones picoteaban entre el follaje<br />
como un reguero de moneditas. Yani estaba sacando sus cabras a pastar. Su cara morena, con el gran<br />
arco de bigote teñido de nicotina, se iluminó con una sonrisa; sacó una mano nudosa de los pliegues<br />
de su capote de borrego y la alzó hacia nos<strong>otros</strong>.<br />
—Chaírete —gritó con su voz profunda el bello saludo de los griegos—, chaírete, kyrioi... sean<br />
felices.<br />
Las cabras se desperdigaron por entre los olivos, balando entrecortadamente unas a otras sobre el<br />
rítmico tintineo de las esquilas. Los pinzones gorjeaban excitados. Un petirrojo infló el buche como<br />
una mandarina entre el arrayán y prorrumpió en un chorro de canto. La isla aparecía bañada de