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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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Por lo visto, lo que había pasado es que el jefe no les había explicado lo de la barra, y ellos creyeron<br />

que había que saltar por el hueco. Eso no fue más que el principio. Con considerable dispendio se<br />

adquirió un coche de bomberos extremadamente... eh... grande. El jefe insistió en tener el mayor y<br />

mejor. Desgraciadamente resultó ser tan grande que sólo había una manera de conducirlo por el<br />

pueblo —ya saben ustedes lo estrechas que son la mayoría de las calles. Era frecuente verlo correr,<br />

con la campana repicando como loca, en dirección opuesta a la del incendio. Ya fuera del pueblo,<br />

donde las carreteras son un poco más anchas, podían acudir al incendio dando un rodeo. A mí lo que<br />

me pareció más curioso fue el asunto de la modernísima alarma de incendios que encargó el jefe: ya<br />

saben, una de esas en las que se rompe el cristal y hay una especie de... hum... telefonito dentro.<br />

Bien, pues hubo grandes debates sobre dónde sería mejor ponerla. El jefe me dijo que era una cosa<br />

muy difícil de decidir, dado que no estaban seguros de dónde se producirían los incendios. Conque,<br />

para evitar cualquier confusión, fijaron la alarma de incendios sobre la puerta del parque de<br />

bomberos.<br />

Teodoro hizo una pausa, se rascó la barba con el pulgar y tomó un sorbo de vino.<br />

—Apenas habían acabado de organizar las cosas cuando tuvieron el primer fuego. Por suerte, yo<br />

estaba en la vecindad y pude presenciarlo todo. El lugar era un garaje, y las llamas habían prendido<br />

ya bastante bien cuando el dueño llegó corriendo al parque y rompió el cristal de la alarma.<br />

Entonces, según parece, hubo una escena desagradable, porque el jefe se molestó al ver su alarma<br />

rota tan pronto. Le dijo al hombre que debería haber llamado a la puerta; que la alarma estaba<br />

nueva, y se tardarían semanas en reponer el cristal. Por fin sacaron el coche a la calle y se reunieron<br />

los bomberos. El jefe pronunció un breve discurso, en el que solicitó que cada hombre cumpliera<br />

con su... hum... deber. Luego ocuparon sus puestos. Se armó un poco de lío sobre a quién<br />

correspondería el honor de tocar la campana, pero al fin el propio jefe se encargó de hacerlo. Debo<br />

decir que cuando llegó, el coche hizo un gran efecto. Todos saltaron a tierra y empezaron a ir y<br />

venir con aire de mucha eficiencia. Desenrollaron una manguera muy larga, y ahí surgió otra<br />

dificultad, porque nadie encontraba la llave que abría la trasera del coche para enchufar la manguera<br />

a la bomba. El jefe dijo que se la había dado a Yani, pero Yani libraba esa noche, al parecer.<br />

Después de mucho discutir, alguien tuvo que ir corriendo a casa de Yani, que no estaba... eh...<br />

demasiado lejos, afortunadamente. Durante la espera, los bomberos contemplaban el incendio, que<br />

ya había tomado unas proporciones muy respetables. Volvió el enviado diciendo que Yani no estaba<br />

en casa, que decía su mujer que había ido al fuego. Se llevó a cabo un registro entre la multitud y<br />

con gran indignación del jefe encontraron a Yani entre los mirones, con la llave en el bolsillo. El<br />

jefe se puso hecho una fiera, y señaló que eran ese tipo de cosas las que creaban una mala<br />

impresión. Abrieron la trasera, enchufaron la manguera y dieron el agua. Por supuesto, ya para<br />

entonces no quedaba prácticamente nada de garaje que... eh... apagar.<br />

Acabada la comida, los invitados estaban demasiado inflados para hacer otra cosa que echarse la<br />

siesta en la terraza, y los intentos de Kralefsky de organizar un partido de cricket chocaron con una<br />

absoluta falta de entusiasmo. Cuatro o cinco de los más enérgicos convencimos a Spiro de que nos<br />

llevara a darnos un baño y estuvimos holgazaneando en el mar hasta la hora del té, otro triunfo<br />

gastronómico de Mamá. Montañas vacilantes de magdalenas recién hechas; bizcochos crujientes,<br />

finos como papeles; pasteles como cúmulos de nieve, rezumando mermelada; tartas oscuras,<br />

jugosas y opulentas, atiborradas de fruta; tejas quebradizas como el coral y rebosantes de miel. La<br />

conversación desapareció casi por completo; todo lo que se oía era el leve tintineo de las tazas y el<br />

sentido suspiro de alguno de los invitados que, saturada ya su capacidad, aceptaba otro trozo de<br />

tarta. Después nos repartimos por la terraza en grupitos, charlando de una manera deshilvanada y<br />

soñadora mientras la ola verde del crepúsculo inundaba los olivares e intensificaba la sombra de la<br />

parra, oscureciendo los rostros en la penumbra.<br />

Al rato, Spiro, que había salido con el coche en una expedición misteriosa, regresó entre los<br />

árboles, atronando el aire de bocinazos para avisar de su llegada a todos y cada uno.<br />

—¿Por qué tiene Spiro que destrozar la paz del ocaso con ese ruido horrible? —preguntó Larry

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