Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
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piso de un edificio alto y desvencijado que se inclinaba con aire de cansancio sobre una placita,<br />
vivía el cónsul belga.<br />
Era un hombrecillo dulce, con magnífica barba de tres puntas y bigote cuidadosamente engomado<br />
como atributos más notables. Se tomaba muy en serio su trabajo, y siempre iba vestido como si<br />
estuviera a punto de salir pitando para algún importante acto oficial: chaqué negro, pantalones de<br />
rayas, botines color beige sobre resplandecientes zapatos, una corbata inmensa cual cascada de<br />
seda, prendida con sencillo alfiler de oro, y un alto y lustroso sombrero de copa para rematar el<br />
conjunto. A cualquier hora del día se le veía así de compuesto escurriéndose por las callejuelas<br />
mugrientas, sorteando hábilmente los charcos, apretándose contra la pared con espléndido ademán<br />
de cortesano al paso de un burro, y tocándole tímidamente en el trasero con su bastón de Malaca. La<br />
gente del pueblo no veía nada de improcedente en su atavío. Le creían inglés, y como todos los<br />
ingleses eran lores, no sólo era correcto, sino hasta necesario que vistieran el correspondiente<br />
uniforme.<br />
En nuestra primera mañana me recibió en un gabinete cuyas paredes estaban decoradas con una<br />
multitud de fotografías de él en diversas actitudes napoleónicas, enmarcadas con gruesas molduras.<br />
Los sillones Victorianos, tapizados de brocado rojo, aparecían salpicados de tapetitos a porrillo; la<br />
mesa camilla que acogería nuestros trabajos estaba envuelta en faldas de terciopelo color burdeos,<br />
con un festón de borlitas verde claro. Era una habitación inquietantemente fea. Para apreciar la<br />
extensión de mis conocimientos, el cónsul me sentó a la mesa, sacó un ejemplar voluminoso y<br />
desencuadernado de Le Petit Larousse y me lo puso enfrente, abierto por la página uno.<br />
—Tenga la bondad de leeg esto —dijo, mientras sus dientes de oro brillaban afablemente por<br />
entre la barba.<br />
Retorcióse las puntas del bigote, frunció los labios, cruzó las manos a la espalda y se encaminó<br />
lentamente a la ventana en tanto yo comenzaba la lista de palabras de la letra A. Apenas había<br />
pasado a trancas y barrancas por las tres primeras cuando el cónsul se puso tieso y profirió una<br />
exclamación ahogada. Al pronto pensé que le había espantado mi pronunciación, pero al parecer la<br />
cosa no iba conmigo. Murmurando para sí se abalanzó al otro extremo de la habitación, abrió de par<br />
en par un armario y sacó de él una robusta escopeta de aire comprimido; yo le observaba con interés<br />
y perplejidad crecientes, no exentos de cierta alarma por mi propia seguridad. Cargó la escopeta,<br />
regando perdigones por toda la alfombra con sus prisas frenéticas. Luego se puso en cuclillas y así<br />
reptó hasta la ventana, desde donde, semioculto por la cortina, miró ansioso al exterior. Alzó<br />
entonces el arma, apuntó cuidadosamente a algo y disparó. Al volverse, sacudiendo la cabeza lenta<br />
y tristemente, y dejando a un lado la escopeta, me sorprendió ver lágrimas en sus ojos. Tiró de<br />
aproximadamente un metro de pañuelo de seda procedente del bolsillo de pecho y se sonó las<br />
narices con violencia.<br />
—Ah, ah, ah —plañió, meneando la cabeza con desconsuelo—, pobguesito. Pego debemos<br />
trabajag... tenga la amabilidad de proseguig su lectuga, mon a ami..<br />
Durante el resto de la mañana barajé la emocionante idea de que el cónsul había cometido un<br />
crimen ante mis propios ojos, o que al menos sostenía un duelo de sangre con algún vecino. Pero al<br />
ver que pasaban cuatro días y el cónsul seguía disparando periódicamente desde la ventana, decidí<br />
que mi explicación no podía ser correcta, a menos que la parte contraria estuviera constituida por<br />
una <strong>familia</strong> excepcionalmente numerosa, incapaz además de responder a sus disparos. Hubo de<br />
transcurrir una semana antes de que averiguase el objeto del incesante tiroteo del cónsul: los gatos.<br />
En la judería, como en <strong>otros</strong> sectores del pueblo, se les permitía multiplicarse sin tasa. Se contaban<br />
literalmente por centenares. No eran de nadie y nadie los atendía, por lo que la mayoría andaba en<br />
un estado lamentable, cubiertos de llagas y calvas, con el pelo cayéndoseles a mechones, las patas<br />
torcidas por el raquitismo y tan flacos que se maravillaba uno de verlos vivos. El cónsul era muy<br />
amante de los gatos, y poseía tres grandes y rollizos persas para demostrarlo. Pero la visión de tanto<br />
felino famélico y tiñoso paseando por los tejados de enfrente era demasiado para su bondadoso<br />
corazón.