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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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albergaban multitud de criaturas. Resultaba fácil perderse: si llevado de la emoción de perseguir a<br />

una mariposa cruzaba uno el puentecito de madera equivocado se encontraría vagando sin rumbo,<br />

tratando inútilmente de orientarse en medio de un laberinto de higueras, juncos y cortinas de alto<br />

maíz. La mayoría de las parcelas eran propiedad de amigos míos, gente del campo que vivía en los<br />

montes, y cada vez que me acercaba por allí lo hacía seguro de poder descansar y cotillear<br />

saboreando un racimo de uvas con algún conocido, o de recibir noticias interesantes como la de la<br />

existencia de un nido de alondras bajo los melonares de Georgio. Cruzando, en cambio, la<br />

cuadrícula sin distraerse con los amigos, y sin otra compañía que la de los galápagos que se tiraban<br />

al agua desde el fango de la orilla o el zumbido repentino de una libélula que pasaba volando a tu<br />

lado, salías finalmente al punto en que todos los canales se ensanchaban hasta desaparecer en una<br />

amplia extensión de arena, peinada a ondas pulcras e interminables por las mareas de la noche<br />

anterior. Festones ondulantes de desperdicios marcaban la lenta retirada del mar: una sucesión<br />

fascinante de algas de colores, peces aguja muertos, corchos de redes de aspecto apetitoso —como<br />

pedazos de rico plum—cake—, pedacitos de vidrio que la marea y la arena habían esmerilado y<br />

tallado como otras tantas joyas translúcidas, conchas punzantes como erizos y otras lisas, ovales, de<br />

un color rosa tenue, que diríanse las uñas de alguna diosa ahogada. Aquél era el dominio de las aves<br />

marinas: agachadizas, ostreros, charranes y correlimos sembrados en grupitos a la orilla del mar,<br />

donde las largas alas corrían a tierra para romperse en gorgueras sinuosas alrededor de los<br />

montecillos de arena. Allí si uno sentía hambre podía vadear por el agua baja y cazar quisquillas<br />

gordas y transparentes que, comidas en crudo, sabían dulces como uvas; o escarbar con los dedos de<br />

los pies hasta dar con los estriados berberechos. Juntando dos de ellos por la charnela y dándoles un<br />

giro rápido en sentidos opuestos, se abrían mutuamente; su contenido, aunque un poco correoso, era<br />

lechoso y exquisito.<br />

Una tarde, a falta de otra cosa en que ocuparme, decidí coger a los perros y dar una vuelta por<br />

aquellos campos. Intentaría por enésima vez atrapar a Old Plop, me acercaría al mar para darme un<br />

chapuzón y un tentempié de berberechos, y regresaría a casa por las tierras de Petro, para sentarme<br />

a cotillear con él delante de una sandía o de unas cuantas buenas granadas. Old Plop era un<br />

galápago grande y anciano que vivía en uno de los canales. Hacía ya un mes o más que yo trataba<br />

de capturarlo, pero a pesar de su edad era rápido y astuto, y por más que intentara sorprenderlo<br />

mientras dormitaba en la orilla, siempre se despertaba en el momento crucial, agitaba las patas con<br />

frenesí y resbalando por la rampa de barro hacía «¡plop!» en el agua, como una corpulenta lancha<br />

salvavidas. Yo había cazado muchos galápagos, por supuesto, tanto de los negros salpicados de<br />

pintitas doradas como de los esbeltos grises con bandas color crema, pero por Old Plop tenía<br />

especial capricho. Era mayor que todos los demás que yo había conocido, y tan viejo que su concha<br />

magullada y su arrugada piel se habían ennegrecido totalmente, perdiendo cuantos dibujos pudieran<br />

haber tenido en su lejana juventud. Estaba empeñado en hacerme con él, y como llevaba una<br />

semana sin intentarlo me pareció que ya era hora de lanzar otra ofensiva.<br />

Con mi bolsa de cajas y frascos, mi manga y un cesto para meter a Old Plop caso de atraparlo,<br />

bajé el monte en compañía de los perros. Las Gurracas me chillaron: «¡Gerry!... ¡Gerry!... Gerry...»<br />

en tono de súplica, y al ver que no me volvía se pusieron a soltar graznidos, risotadas y <strong>otros</strong> ruidos<br />

insultantes. Sus roncas voces se perdían ya cuando entramos en el olivar, y allí el coro de cigarras<br />

que estremecían el aire las ahogaron por completo. Descendimos por la carretera recalentada y<br />

blanca, donde nuestras pisadas se hundían como en polvo. Al llegar al pozo de Yani me paré a<br />

beber, y luego fui a asomarme por la pocilga tosca de ramas de olivo donde vivían los dos cerdos,<br />

revolcándose con sonoro regocijo en un mar de lodo pegajoso. Después de olerlos honda y<br />

cariñosamente y darle al mayor unas palmadas en su mugriento y trémulo trasero, reemprendí la<br />

marcha. En el recodo siguiente tuve un violento altercado con dos campesinas gordas con sendos<br />

cestos de fruta en la cabeza, que volcaban sobre Widdle su ira desatada: se les había acercado<br />

cuando más enfrascadas estaban en la conversación y después de olisquearlas había hecho honor a<br />

su nombre regándolas por faldas y piernas. La discusión sobre quién había tenido la culpa nos tuvo<br />

felizmente ocupados durante diez minutos y prosiguió mientras yo me alejaba camino abajo, hasta

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