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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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me negué y estiré cinco. Roger bostezó con estruendo, todo este mudo regateo le aburría<br />

soberanamente. El Hombre de las Cetonias cogió el reptil y mímicamente me señaló lo suave y<br />

bonita que tenía la concha, lo bien que sostenía la cabeza, lo afiladas que estaban sus uñas. Yo me<br />

mantuve en mis trece. Encogióse de hombros y me dio la tortuga, levantando cinco dedos.<br />

Le dije entonces que no tenía dinero, y que tendría que ir por la villa al día siguiente, y asintió<br />

como si fuera lo más natural del mundo. Emocionadísimo de poseer este nuevo animal, yo quería<br />

volver a casa cuanto antes para enseñárselo a todos, así que me despedí del hombre, le di las gracias<br />

y eché a correr camino abajo. Al llegar al punto en que tenía que atajar por los olivares me detuve a<br />

examinar en detalle mi adquisición. Era sin duda la tortuga más preciosa que yo había visto, y en mi<br />

opinión valía por lo menos el doble de lo que me había costado. Acaricié su escamosa cabeza con el<br />

dedo y me la instalé con cuidado en un bolsillo. Antes de lanzarme por la pendiente volví la vista<br />

atrás. El Hombre de las Cetonias seguía en el mismo sitio, pero ahora bailoteaba una pequeña jota,<br />

saltando y contoneándose y gorjeando con su flauta mientras a sus pies las tortugas deambulaban<br />

arriba y abajo, grises y pesadotas.<br />

Al recién llegado se le bautizó debidamente con el nombre de Aquiles, y resultó ser una bestiecilla<br />

de lo más inteligente y simpática, dotada de un peculiar sentido del humor. Al principio la atábamos<br />

de una pata en el jardín, pero cuando hubo tomado confianza la dejamos andar suelta. En muy poco<br />

tiempo aprendió su nombre, y nos bastaba con llamarla una o dos veces y esperar pacientemente un<br />

ratito para verla aparecer avanzando de puntillas por los estrechos senderos empedrados, estirando<br />

cabeza y cuello ansiosamente. Le encantaba comer de la mano, y se despatarraba al sol como un<br />

pacha mientras le acercábamos trocitos de lechuga, dientes de león o uvas. Las uvas le gustaban<br />

tanto como a Roger, y siempre surgía entre ellos gran rivalidad. Parábase Aquiles a mordisquear una<br />

uva, con todo el jugo rezumándole por la barbilla, y Roger, tendido a poca distancia, le miraba con<br />

ojos angustiados goteando saliva por la boca. Roger se llevaba una buena ración de la fruta, pero<br />

aun así le debía parecer un despilfarro dar semejantes exquisiteces a una tortuga. Como yo no le<br />

vigilase, acabada la comida se aproximaba a Aquiles y le lamía vigorosamente la delantera por<br />

llevarse el jugo con que el reptil se había embadurnado. Ofendida ante tales libertades, Aquiles le<br />

tiraba un mordisco al hocico, y si persistían los enérgicos y húmedos lametones se retiraba a su<br />

concha con un bufido de indignación, negándose a salir hasta que nos hubiéramos llevado a Roger.<br />

Pero la fruta que más le gustaba a Aquiles eran las fresas. Sólo con verlas se ponía auténticamente<br />

histérica, bamboleándose de un lado a otro, torciendo la cabeza por ver si se le iba a dar alguna,<br />

mirándonos suplicante con sus ojillos de botón. Las chiquitínas, del tamaño de un guisante grueso,<br />

se las comía de un bocado. Pero si le dábamos una grande, del tamaño de una avellana, se conducía<br />

de una manera que no he visto jamás emular a ninguna otra tortuga. Agarraba la fruta y llevándola<br />

firmemente cogida en la boca salía trotando a todo gas hasta llegar a un lugar seguro y retirado entre<br />

los macizos de flores, y allí la depositaba y se la comía a sus anchas, regresando por otra al<br />

terminar.<br />

Paralela a su pasión por las fresas, Aquiles desarrolló también una pasión por la compañía del<br />

humano. Que alguien saliera al jardín a sentarse y tomar el sol, a leer o por cualquier otro motivo, y<br />

al poco oiría un crujido entre las minutisas, y por allí asomaría la cara seria y arrugada de Aquiles.<br />

Si uno estaba sentado en una silla, se contentaba con acercarse a los pies lo más posible sumiéndose<br />

allí en un sueño profundo y apacible, con la cabeza fuera de la concha y el pico apoyado en el suelo.<br />

En cambio, si uno se tendía en una estera a tomar el sol, Aquiles no vacilaba en interpretarlo como<br />

deseo de proporcionarle una distracción. Del sendero venía traqueando hasta la estera con expresión<br />

de extremo gozo. Se detenía pensativa, te pasaba revista de pies a cabeza y elegía una porción de tu<br />

anatomía donde practicar el montañismo. Sentir por sorpresa cómo una tortuga tenaz te entierra las<br />

uñas en un muslo, camino del estómago no es lo más conducente al relajamiento. Si se le apartaba y<br />

se corría a otro lado la estera el respiro era sólo momentáneo, pues Aquiles recorría torvamente el<br />

jardín hasta encontrarle a uno de nuevo. Esta costumbre suya llegó a ser tan molesta que, al cabo de<br />

incontables quejas y amenazas <strong>familia</strong>res, tuve que encerrarla cada vez que alguien se tumbaba en<br />

el jardín. Hasta que un día nos dejamos abierta la verja y Aquiles se esfumó. Inmediatamente

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