Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
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segmento por el que aparecían los pies del santo, envueltos en babuchas ricamente bordadas. Al<br />
llegar al ataúd cada persona se agachaba, besaba los pies y murmuraba una oración, mientras al otro<br />
extremo del sarcófago la cara negra y consumida del santo se asomaba a través de un cristal, con un<br />
gesto de aguda repugnancia. Era evidente que, quisiéramos o no, tendríamos que besarle los pies a<br />
San Spiridion. <strong>Mi</strong>rando hacia atrás, yo veía a Mamá debatirse frenéticamente por acercarse a mí,<br />
pero su guardaespaldas albanés no cedía un milímetro y sus esfuerzos resultaron vanos. Al fin<br />
atrapó mi mirada y empezó a hacer muecas señalando el ataúd, mientras sacudía enérgicamente la<br />
cabeza. Esto me dejó bastante perplejo, lo mismo que a los dos albaneses, que la observaban con<br />
aprensión mal disimulada. Creo que temían que Mamá estuviera a punto de sufrir un ataque, y no<br />
sin razón, pues se había puesto roja y sus muecas eran cada vez más alarmantes. Por fin,<br />
desesperada, renunció a toda cautela y me bisbiseó sobre las cabezas de la multitud:<br />
—Dile a Margo... que no lo bese... que bese al aire... al aire.<br />
Me volví para transmitir a Margo el mensaje de Mamá, pero era demasiado tarde: allí estaba,<br />
agachada sobre los embabuchados pies, besándolos con un entusiasmo que encantó y sorprendió<br />
grandemente a la concurrencia. Cuando me llegó el turno obedecí las instrucciones de Mamá,<br />
besuqueando sonoramente y con considerable alarde de devoción un punto situado a unos quince<br />
centímetros por encima del pie izquierdo de la momia. De allí fui empujado y expelido por la puerta<br />
del templo a la calle, donde la gente se iba disgregando en corrillos, riendo y charlando. Margo nos<br />
aguardaba en los escalones, visiblemente satisfecha de sí misma. Al momento apareció Mamá,<br />
catapultada desde la puerta por los morenos hombros de sus pastores. Tambaleándose como un<br />
trompo bajó los escalones y se nos unió.<br />
—Esos pastores —exclamó débilmente—. Qué modales tan zafios... salgo casi asfixiada del<br />
tufo... una mezcolanza de incienso y ajos... ¿Qué harán para oler así?<br />
—Es igual, ya pasó —dijo Margo alegremente—. Habrá valido la pena si San Spiridion me<br />
concede lo que le he pedido.<br />
—Un sistema muy poco higiénico —dijo Mamá—, más apropiado para sembrar enfermedades<br />
que para curarlas. Me aterra pensar lo que podríamos haber cogido si llegamos a besarle los pies.<br />
—Pues yo se los besé —dijo Margo, sorprendida.<br />
—¡Margo! ¡No será verdad!<br />
—Bueno, era lo que hacían todos.<br />
—¡Después de decirte expresamente que no lo hicieras!<br />
—Tú no me dijiste nada de... './><br />
Interrumpí para explicar que la advertencia de Mamá había llegado demasiado tarde.<br />
—Después de que toda esa gente ha estado rechupeteando las babuchas, no se te ocurre nada<br />
mejor que besarlas.<br />
—Me limité a hacer lo que hacía todo el mundo.<br />
—Es que no comprendo qué pudo impulsarte a hacer una cosa así.<br />
—Pues... pensé que quizá me curaría el acné.<br />
—¡El acné! —dijo Mamá con sorna—. Date por contenta si no coges algo además del acné.<br />
Al día siguiente Margo cayó en cama con un fuerte gripazo, y el prestigio de San Spiridion a los<br />
ojos de Mamá quedó a la altura del betún. Spiro fue despachado urgentemente al pueblo en busca de<br />
un médico, y regresó con un hombrecito esferoidal de acharolados cabellos, leve indicio de bigote y<br />
ojillos de botón tras gruesas gafas de concha.<br />
Era el doctor Androuchelli: una persona encantadora, con incomparable estilo para sus enfermos.