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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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ocasionalmente a los olivares donde la vegetación era más jugosa. Estando sentado una hora en el<br />

mismo sitio se veían desfilar por delante hasta diez tortugas, y una tarde, a modo de experimento,<br />

reuní treinta y cinco en dos horas, sin más que pasear por la ladera e ir recogiéndolas según me<br />

salían al paso con andar decidido y preocupado, aporreando el suelo con sus patazas chatas.<br />

No bien hubieron salido los acorazados dueños de los cerros de su cuartel de invierno e ingerido<br />

sus primeras comidas, los machos se sintieron románticos. Trotando de puntillas con velocidad<br />

asombrosa y el cuello estirado al máximo marchaban en busca de pareja, deteniéndose de vez en<br />

cuando para emitir un grito extraño y ahogado, el encendido canto de amor de las tortugas. Las<br />

hembras, deambulando torpemente por el brezo con alguna que otra pausa para tomar un bocado,<br />

respondían con desgana. Dos o tres machos, viajando a lo que —para una tortuga— era un auténtico<br />

galope, convergían generalmente sobre la misma hembra. Llegaban sin aliento, inflamados de<br />

pasión, y se miraban unos a <strong>otros</strong> con ojos asesinos, tragando convulsivamente. Disponíanse<br />

entonces a la batalla.<br />

Estas batallas resultaban emocionantes e interesantísimas, más parecidas a la lucha libre que al<br />

boxeo ya que los combatientes carecían de la rapidez y agilidad necesarias para hacer fiorituras de<br />

piernas. La idea global era arrojarse sobre el contrario con la mayor rapidez posible, guardando la<br />

cabeza en la concha un instante antes del impacto. El golpe más apreciado era el trastazo lateral,<br />

porque haciendo cuña contra la concha del rival y empujando fuerte permitía voltearlo y dejarle<br />

pataleando desvalido sobre el espaldar. Si el trastazo lateral no era factible, servía igualmente<br />

cualquier otra parte de la anatomía del contrario. Así, a topetazos, encontronazos y empujones se<br />

batían los machos en medio de entrechocar de conchas, lanzando a ratos un mordisco a cámara lenta<br />

contra el cuello del otro o replegándose al caparazón con un bufido. Entre tanto el objeto de su<br />

frenesí se acercaba indolentemente, parándose de trecho en trecho a comisquear cualquier cosa, con<br />

la mayor indiferencia hacia el raspar y chirriar de conchas a su espalda. En más de una ocasión el<br />

combate se encarnizaba de tal modo que, en un momento de entusiasmo extraviado, uno de los<br />

machos se equivocaba y descargaba un topetazo sobre su amada. Ella se limitaba entonces a<br />

meterse en la concha con un suspiro ofendido y esperaba pacientemente que la guerra pasara de<br />

largo. Estos duelos me parecían cosa absurda e innecesaria por demás, pues no siempre vencía la<br />

tortuga más fuerte; con buen terreno a su favor, un ejemplar pequeño podía voltear fácilmente a otro<br />

de doble tamaño. Ni tampoco tenía por qué ser uno de los guerreros quien se llevase a la dama, pues<br />

en varias ocasiones pude ver cómo la hembra se apartaba de un par de machos en combate para ser<br />

requerida por un desconocido total, que ni siquiera se había mellado la concha por su amor, y<br />

largarse con él tan contenta.<br />

Roger y yo pasábamos horas y horas junto al brezo contemplando a los caballeros de desajustada<br />

armadura en liza por sus damas, sin que el espectáculo llegara nunca a aburrirnos. A veces hacíamos<br />

apuestas sobre quién iba a ganar, y al finalizar el verano Roger había apostado a tantos perdedores<br />

que me debía una suma de dinero considerable. A veces, cuando más fiera estaba la batalla, se<br />

dejaba llevar por el espíritu reinante y hubiera metido baza si yo no se lo impidiese.<br />

Hecha al fin la elección de la dama, seguíamos el viaje de luna de miel de la feliz pareja entre los<br />

arrayanes, e incluso presenciábamos (discretamente ocultos detrás de un matorral) el acto final del<br />

romántico drama. La noche —o más bien día— de bodas de una tortuga no es muy inspiradora que<br />

digamos. Para empezar, la hembra se conduce con una coquetería insoportable, y llega a ponerse<br />

cargante por huir de las atenciones de su esposo. Le irrita así hasta hacerle adoptar tácticas de<br />

troglodita y sojuzgar sus melindres de doncella con unos cuantos breves topetazos bien dados. El<br />

acto sexual en sí era la cosa más torpe y atropellada que yo había visto jamás. Resultaba doloroso<br />

contemplar el sistema increíblemente burdo e inexperto que empleaba el macho para subirse a la<br />

concha de la hembra, resbalando, patinando, agarrándose desesperadamente con las uñas a las<br />

relucientes escamas, perdiendo el equilibrio para casi caer de espaldas; el impulso de ir a ayudar a la<br />

pobre criatura se hacía casi irresistible, y sólo a costa de los mayores esfuerzos lograba abstenerme<br />

de intervenir. Una vez el macho era infinitamente más chapucero de lo normal y se cayó tres veces<br />

durante la monta, comportándose en general de manera tan imbécil que empecé a preguntarme si

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