Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
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3. El hombre de las cetonias.<br />
Al despertarme por la mañana, la persiana de mi alcoba filtraba la luz del amanecer en bandas de<br />
oro. El aire mañanero se poblaba del olor a carbón de encina del fogón, el vigoroso canto de los<br />
gallos, el ladrido distante de los perros, y el soniquete quebrado y melancólico de las esquilas,<br />
según salían a pastar los rebaños de cabras. Desayunábamos en el jardín, bajo los pequeños<br />
mandarinos. El cielo era radiante y fresco, sin el azul fiero del mediodía, sino levemente opalado y<br />
lechoso. Las flores yacían aún medio dormidas: las rosas arrugadas de rocío, las caléndulas todavía<br />
bien cerradas. Por regla general el desayuno era una comida apacible y silenciosa, Pues a esas horas<br />
ninguno de los miembros de la <strong>familia</strong> se sentía muy comunicativo. Pero al acabar se notaba el<br />
erecto del café, las tostadas y los huevos, y empezábamos a revivir, a contarnos unos a <strong>otros</strong> lo que<br />
íbamos a hacer, por qué pensábamos hacerlo, y a discutir enérgicamente sobre si el plan de cada<br />
cual era acertado o no. En esas discusiones yo no participaba nunca, porque sabía perfectamente lo<br />
que iba a hacer, y dedicaba mi atención a acabar de comer lo antes posible.<br />
—¿Es verdaderamente necesario que zampes y destroces la comida de esa forma? —inquiría<br />
Larry con voz dolorida, limpiándose delicadamente los dientes con el palito de un fósforo.<br />
—Come despacio, hijo —murmuraba Mamá—; no tienes ninguna prisa.<br />
¿Ninguna prisa? ¿Con Roger aguardándome hecho un amasijo oscuro y expectante junto a la<br />
verja, sin levantar de mí su mirada ansiosa? ¿Ninguna prisa, cuando ya las primeras cigarras<br />
soñolientas comenzaban a ensayar entre los olivos? ¿Ninguna prisa, con la isla entera, fresca y<br />
luminosa como una estrella matutina, en espera de ser explorada? No esperaba, sin embargo, que la<br />
<strong>familia</strong> comprendiese este punto de vista, así que remoloneaba un poco hasta verles enfrascados en<br />
otro tema, y entonces me ponía a engullir de nuevo.<br />
Libre al fin, me escurría de la mesa y salía trotando en dirección a la verja, donde Roger, sentado,<br />
me miraba con gesto interrogante. Juntos oteábamos los olivares por entre los barrotes de hierro<br />
forjado. Yo sugería que quizá no valiese la pena salir hoy. Roger sacudía el rabo para negarlo<br />
apresuradamente, y me topaba en la mano con su hocico. «No», decía yo, «creo que realmente hoy<br />
no deberíamos salir. Parece que va a llover», y con expresión contrita alzaba la vista al cielo claro y<br />
despejado. Roger, aguzando las orejas, miraba también al cielo, y después a mí implorantemente.<br />
«De todos modos», proseguía yo, «si ahora no se anuncia lluvia es casi seguro que lloverá más<br />
tarde, y por eso sería mucho más prudente sentarse en el jardín a leer un libro». Desesperado, Roger<br />
ponía su negra pataza sobre la verja y se volvía a mirarme, levantando de lado el labio superior para<br />
enseñar sus blancos dientes en una sonrisa asimétrica e insinuante, mientras su corto rabo se<br />
deshacía en un revuelo de emoción. Era un recurso infalible, porque sabía que no me podía resistir a<br />
su ridícula sonrisa. Así que dejaba de hacerle rabiar, agarraba mis cajas de cerillas y mi<br />
cazamariposas, la puerta se abría con un chirrido y se cerraba con retumbo, y allá salía Roger<br />
disparado hacia los olivares como un torbellino, saludando al nuevo día con su ladrar profundo.<br />
En aquellos primeros días de exploración Roger era mi compañía constante. Juntos nos<br />
aventurábamos cada vez más lejos, descubriendo silenciosos, remotos olivares que había que<br />
investigar y recordar, abriéndonos paso por laberintos de arrayanes poblados de mirlos,<br />
atreviéndonos a cruzar angostos valles donde los cipreses proyectaban un manto de sombra<br />
entintada y misteriosa. Era el perfecto camarada de aventuras, afectuoso sin exageración, valiente<br />
sin temeridad, inteligente y lleno de bondadosa tolerancia para con mis excentricidades. Si me<br />
resbalaba al trepar por una pendiente húmeda de rocío, Roger aparecía de improviso, daba un<br />
resoplido que sonaba a carcajada reprimida, un vistazo rápido, un breve lametón de consuelo, se<br />
sacudía, estornudaba y me agraciaba con su sonrisa tuerta. Si yo encontraba algo interesante: un<br />
nido de hormigas, una oruga sobre una hoja, una araña envolviendo a una mosca en pañales de seda,<br />
Roger se sentaba a esperar que finalizase mi examen. Si le parecía que tardaba demasiado se