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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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egalarme por mi cumpleaños.<br />

—No lo tengo pensado —respondió distraídamente, mientras examinaba con evidente satisfacción<br />

un trozo retorcido de metal—. Me es igual... lo que quieras... tú lo eliges.<br />

Dije que quería un bote. Leslie, viéndose atrapado, dijo con indignación que un bote era<br />

demasiado regalo para un cumpleaños, y que además su presupuesto no le llegaba para tanto. Con<br />

idéntica indignación le repliqué que él me había dicho que me compraría lo que yo eligiese. Leslie<br />

dijo que sí, en efecto, pero que eso no era aplicable a un bote, porque un bote era una cosa carísima.<br />

Dije que cuando se decía lo que quieras se quería decir lo que quieras, botes incluidos, y que<br />

además no esperaba que me lo comprase. Yo había pensado que, como él sabía tanto de botes, me<br />

podría construir uno. Claro que si le parecía demasiado difícil...<br />

—Por supuesto que no es difícil —dijo Leslie imprudentemente, y añadió luego con rapidez—:<br />

Bueno... no excesivamente difícil. Pero el problema es el tiempo. Se tardaría siglos en hacerlo. Oye,<br />

¿no te daría lo mismo que te saque en la Vaca marina dos veces por semana?<br />

Pero yo me mantuve en mis trece; yo quería un bote y estaba dispuesto a esperar cuanto hiciera<br />

falta.<br />

—Oh, bueno, bueno —dijo Leslie exasperado—, te construiré un bote. Pero no te tolero que me<br />

estés fisgando mientras lo hago, ¿entendido? Tú, a lo tuyo. No lo tienes que ver hasta que esté<br />

terminado.<br />

Acepté con júbilo las condiciones, y así durante las dos semanas siguientes Spiro se dedicó a traer<br />

carretadas de tablones, mientras de la terraza de atrás salían ruidos de sierra, martillazos y<br />

palabrotas. La casa se llenó de virutas, y por dondequiera que pasase Leslie iba dejando un reguero<br />

de serrín. A mí me resultó bastante fácil contener mi impaciencia y mi curiosidad, porque por<br />

entonces tenía otra cosa en que ocuparme. Se habían hecho algunas reparaciones en la parte trasera<br />

de la casa y habían sobrado tres sacos grandes de bello cemento color de rosa. Me los apropié y<br />

emprendí la construcción de una serie de estanquitos en los que conservaría no sólo mi fauna<br />

dulceacuícola, sino también todas las maravillosas criaturas marinas que esperaba capturar gracias a<br />

mi nueva embarcación. Cavar estanques en pleno verano era tarea más ardua de lo previsto, pero<br />

con el tiempo logré abrir unos huecos pasablemente cuadrados, y un par de días de chapoteo en un<br />

puré viscoso de flamante cemento coralino me reanimaron en seguida. Los regueros de virutas y<br />

serrín que Leslie sembraba por la casa se entremezclaron entonces con un bonito trazado de pisadas<br />

color de rosa.<br />

La víspera de mi cumpleaños toda la <strong>familia</strong> hizo una expedición al pueblo. Dicha visita<br />

respondía a tres motivos. Primero, comprar mis regalos. Segundo, aprovisionar la despensa. Se<br />

había acordado invitar a poca gente; dijimos que a ninguno nos gustaban las aglomeraciones, y se<br />

fijó en diez el número de personas, cuidadosamente seleccionadas, que estábamos dispuestos a<br />

aguantar. Sería una reunión pequeña pero distinguida de la gente que más apreciábamos. Decidido<br />

esto por unanimidad, cada miembro de la <strong>familia</strong> procedió seguidamente a invitar a diez personas.<br />

Desdichadamente no todos invitamos a las mismas, a excepción de Teodoro, que recibió cinco<br />

invitaciones distintas. El resultado fue que Mamá, en la víspera de la recepción, descubrió de<br />

repente que no íbamos a tener diez, sino cuarenta y cinco invitados. El tercer motivo para ir al<br />

pueblo fue asegurarse de que Lugaretzia visitara al dentista. Recientemente su principal tormento<br />

eran los dientes, y el doctor Androuchelli, luego de mirarle la boca, había emitido una serie de<br />

ruidos popeantes que indicaban horror, y anunciado que debía sacarse toda la dentadura, pues sin<br />

duda residía allí la causa de todos sus males. Tras una semana de discusión acompañada de torrentes<br />

de lágrimas logramos que Lugaretzia consintiera, pero se había negado a ir sin apoyo moral. Así,<br />

llevándola pálida y llorosa en medio de nos<strong>otros</strong>, caímos sobre el pueblo.<br />

Volvimos al anochecer, exhaustos y de mal humor, con el coche abarrotado de comida y<br />

Lugaretzia tendida sobre nuestros regazos como un cadáver, gimoteando horriblemente. Era más<br />

claro que el agua que al día siguiente no estaría en condiciones de ayudar en la cocina y demás

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