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Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A

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fragor y bramido de las olas y del rugir del viento. Guiada por nuestros gritos, Margo arremetió<br />

denodadamente hacia tierra, estrellándose contra el embarcadero con tales energías que casi tira a<br />

Mamá al agua. Los perros salieron pitando monte arriba, obviamente aterrados ante la posibilidad<br />

de que se les hiciera emprender otro viaje con el mismo capitán. Al ayudar a bajar a Margo<br />

descubrimos la causa de su heterodoxa navegación. Nada más llegar a la isla se había tumbado al<br />

sol y caído en un sueño profundo, del que la despertó el ruido del viento. Después de casi tres horas<br />

de insolación intensa tenía los ojos tan inflamados que apenas podía abrirlos. El viento y las<br />

salpicaduras se los habían puesto peor, y cuando llegó al embarcadero no veía ya ni jota. Con la<br />

cara roja y abrasada en carne viva y los párpados hinchados, parecía un pirata mongol<br />

especialmente malévolo.<br />

—De veras, Margo, a veces me pregunto si estás en tus cabales —dijo Mamá, bañándole los ojos<br />

con té frío—; ¡haces cada majadería!<br />

—Por favor, Mamá, no es para tanto —dijo Margo—. Una cosa así le ocurre a cualquiera.<br />

Pero por lo visto este incidente reparó los destrozos de su corazón, pues a partir de entonces no<br />

volvió a pasear en solitario ni a sacar el bote, conduciéndose de nuevo con tanta normalidad como<br />

de ella cabía esperar.<br />

El invierno solía llegar suavemente a la isla. El cielo seguía siendo claro, el mar azul y plácido, y<br />

el sol seguía calentando. Pero en el aire había como una incertidumbre. Las hojas doradas y rojas<br />

que cubrían el campo en grandes montones susurraban o crujían entre sí, o se daban carreritas de un<br />

lado a otro, rodando como aros de color entre los árboles. Parecían estar preparándose,<br />

entrenándose para algo que comentaban animadamente al congregarse en torno a los troncos.<br />

También los pájaros se reunían en grupitos ahuecando las plumas y piaban con aire preocupado. Era<br />

una atmósfera de expectación, como la de un público inmenso en espera de que el telón se alce. Una<br />

mañana cualquiera, al abrir las contraventanas y ver los olivos, la bahía azul y las bermejas<br />

montañas del continente, uno se daba cuenta de que el invierno había llegado, porque cada cima<br />

aparecía cubierta por un desflecado solideo de nieve. Entonces la expectación crecía casi de hora en<br />

hora.<br />

En pocos días las nubecillas blancas iniciaban su invernal desfile por el cielo, sucediéndose<br />

blandas y rechonchas, o largas, lánguidas y despeinadas, o pequeñas y sutiles como plumas, y<br />

detrás, empujándolas como a un rebaño de ovejas discordantes, llegaba el viento. Al principio era<br />

cálido, en ráfagas suaves a cuyo paso las hojas de los olivos temblaban y se plateaban de emoción,<br />

los cipreses se mecían levemente y las hojas muertas, reunidas en pequeños remolinos, ejecutaban<br />

alegres danzas que cesaban tan de improviso como habían comenzado. El viento, juguetón, rizaba<br />

las plumas de las palomas, haciéndolas estremecerse y encresparse; acometía sin avisar a las<br />

gaviotas, obligándolas a detenerse en vuelo y curvar las alas contra él. Empezaban a golpear las<br />

contraventanas, y las puertas a castañetear en sus marcos. Pero aún brillaba el sol, el mar seguía en<br />

calma, y las montañas bronceadas del verano descansaban complacidas bajo sus irregulares<br />

sombreros de nieve.<br />

Durante una semana el viento jugaba con la isla, la acariciaba, canturreaba para sí entre el ramaje<br />

desnudo. Luego había una tregua, unos pocos días de calma extraña; de improviso, cuando menos<br />

se le esperaba, volvía. Pero era un viento distinto, salvaje, rugiente, aullador, que se arrojaba contra<br />

la isla como si quisiera hundirla en el mar. Desaparecía el cielo claro y un manto de finas nubes<br />

grises se posaba sobre Corfú. Tornábase el mar azul oscuro, casi negro y salpicado de espumas. Los<br />

cipreses oscilaban sobre el cielo como sombríos péndulos, y los olivos (tan fósiles, tan quietos y<br />

hechizados durante todo el verano) se contagiaban de la locura del vendaval, cabeceaban chirriando<br />

sobre sus troncos deformes y retorcidos, y su follaje viraba del verde al plata como la madreperla.<br />

Esto era lo que habían cuchicheado las hojas muertas, he ahí lo que esperaban: entonces se alzaban<br />

eufóricas a bailotear en el aire, a planear, revolotear y caer exhaustas cuando el viento se cansaba de<br />

ellas y pasaba de largo. Le seguía la lluvia, una lluvia cálida bajo la cual resultaba grato pasear,<br />

obesos goterones que repicaban en las contraventanas, tamborileaban en las hojas de parra y

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