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El doctor Centeno<br />

el polvo de los cementerios; vio el armatoste donde el difunto venía, balanceándose como una lancha<br />

negra en medio de las olas de un mar de sombreros de copa; vio los asilados, los lacayos fúnebres,<br />

de malísima catadura, y el lucido acompañamiento, ejército sin fin de personas diversas, elevadas y<br />

humildes, todo oscuro, triste y hosco. Iba detrás, en primer término, un señor alto y gordo, de presencia<br />

majestuosa; a su lado otros muchos, gruesos o flacos, y detrás un río de levitas y chaquetas. ¡Cómo<br />

serpenteaba la fatídica procesión, cómo se detenía a veces, cómo empujaba! Era cuña que en las plazas<br />

abría la masa de curiosos y en las calles se dejaba oprimir a su vez por aquella... Felipe se unió a la<br />

comitiva. Tan pronto iba delante con los incluseros, tan pronto atrás, cerca de aquellos señores tan<br />

guapotes. Pero él se mantenía siempre a respetuosa distancia: miraba y nada más. No era, como aquel<br />

intruso y farsante Juanito del Socorro, a quien Felipe vio delante de los caballos, apartando la gente<br />

con ridículos y oficiosos aspavientos. «¡Fantasioso!», pensó el Doctor, y poco después, allá cuando<br />

iban por la calle de la Concepción Jerónima, viole atrás, pegado a los faldones del respetabilísimo<br />

caballero obeso y de blancas patillas que presidía... «Otro más entrometido que Juanito...!».<br />

Por la calle de Toledo, Redator distinguió a su amigo entre el gentío y se fue derecho a él. ¡Qué facha<br />

la de Juanito! Llevaba las mismas alpargatas o babuchas de orillo que usaba siempre, una chaqueta<br />

de papá y una corbata negra que su mamá le había hecho para aquella lúgubre ocasión. Se saludaron<br />

con un par de estrujones, y Juanito dijo al otro:<br />

-Estoy rendido... Yo fui a avisar a la parroquia para que llevaran los Oles ... Después recado por<br />

arriba y por abajo... llevar mucha papeleta, y ahora traer coches... Voy aquí con D. Salustiano. Hijí...<br />

este sí que es peje.<br />

Al decir esto, señalaba al señor grueso, personaje de tan admirable presencia que a Felipe le parecía,<br />

si no rey, un dedito menos. En efecto, el Doctor vio a su amigo meterse entre los señores que iban<br />

en la delantera del acompañamiento, estrujándoles la ropa y estorbándoles el paso. Alguien le daba<br />

empellones para echarle fuera; pero él se volvía a meter. Al, fin de la calle de Toledo, muchos<br />

empezaron a ocupar los coches... Felipe, entonces, satisfecho de haber visto bastante, acordose de su<br />

deber, y retrocedió para buscar la calle del Almendro.<br />

La cola del inmenso cortejo estaba aún por San Isidro. Allí se apartó Felipe de él, dio varias vueltas<br />

por Puerta Cerrada, mirando letreros, y por fin se internó en la calle del Nuncio. Estaba en camino.<br />

Los lacayos de la Nunciatura excitaron su curiosidad y perdió un ratito admirando tanto galón y tan<br />

buenas aposturas. Algunos pasos más, y ya estaba mi hombre en el fin de su viaje. ¡Qué silencio, qué<br />

sepulcral quietud la de aquellos lugares! Eran más fúnebres que el entierro y más solitarios que la<br />

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