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El doctor Centeno<br />
Por lo mismo que Felipe no podía disfrutar de este juego sino en breves y angustiosos momentos,<br />
robados a cualquier obligación, sus goces eran grandísimos, inefables, y no los trocaría por la gloria<br />
eterna. Los sofiones que se llevó por su tardanza en un recado o por sus escapatorias cuando el deber le<br />
llamaba a la casa, no son para contados. Pero llegó a familiarizarse de tal modo con el sermoneo y los<br />
golpes, que ya no le hacían efecto. Estaba al fin como curtido, y el cuerpo parecía habérsele forrado<br />
de duras conchas como las del galápago. Moralmente, su atrofia corría parejas con la insensibilidad<br />
dérmica, y el convencimiento de que era malo, incorregible, llevábale a sentir cierto altivo desprecio<br />
de los mandamientos de todos los Polos nacidos y por nacer.<br />
Cuando se retiraba de noche a su madriguera, renovaba en su mente con claridad y frescura las gratas<br />
sensaciones de la última corrida, y traía a la memoria los puyazos que le dieron, los jinetes que echó a<br />
rodar por el suelo, los caballos que destripó y los diestros que hizo pedazos. Oía la bélica trompeta y<br />
los gritos de la multitud. hasta el recuerdo del despejo final, hecho a escobazos por el guarda, y aquel<br />
desalado correr por la calle, insultando desde la esquina al mismo guarda, tenía dejos gratísimos en<br />
su memoria. ¡Oh!, divinas horas, ¿por qué pasáis?<br />
Pronto le ganaba el sueño, y se dormía profundamente, rendido de cansancio. No le permitían usar<br />
luz por temor a que prendiera fuego a los trastos almacenados en el desván, y cuando no había luna<br />
que le iluminara el paso por aquel tenebroso y fantástico recinto, buscaba a tientas su rincón, y ya se<br />
trompicaba en el cáliz de la Fe, ya iba a parar a los brazos de una Virgen o rodaba entre las columnas<br />
del monumento.<br />
Si por acaso despertaba a media noche o de madrugada, y era tiempo de luna, le entraba miedo de<br />
verse entre tantos señores de cartón, los unos en pie, los otros arrumbados, casi todos muy barbudos<br />
y con luengos trajes blancos o negros. Por allí salía un brazo con dorada custodia por aquí la cabeza<br />
melenuda de un león; por allá judíos feroces con los brazos en alto y las manos armadas de disciplinas;<br />
caras lívidas y afligidas, y lienzos negros con calaveras pintadas y canillas en cruz. Las primeras<br />
noches pasó Felipe momentos de agonía, y los escalofríos y congojas no le dejaban dormir. El terror<br />
le hacía apretar los párpados, y la curiosidad le estimulaba a abrirlos. Abría un poquito, y luego al<br />
punto cerraba prontamente para no ver más. Poco a poco se fue acostumbrando a ver sin miedo las<br />
figuras que poblaban su domicilio, y se connaturalizó al fin con ellas, de tal modo, que llegaron a<br />
parecerle individuos de la familia, algo como parientes mudos o callados amigos. No obstante, le<br />
desagradaba despertar a media noche en tiempo de luna, porque, o él era tonto y veía visiones, o la<br />
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