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El doctor Centeno<br />

«Demuéstrame tu necesidad -le indicó entra ceñudo y compasivo-, hazme ver que no pides para<br />

vicios y para entretener tu vagancia, y entonces te daré...».<br />

Felipe no respondía nada. Ya no lloraba.<br />

«Pruébame...».<br />

¿Y cómo lo había de probar el desventurado? Pensó decir a Polo que se diera una vuelta por la<br />

malhadada casa de la calle de Cervantes, para que se convenciera, por el testimonio de sus ojos, de la<br />

verdad del lastimoso cuadro; pero esto le pareció ineficaz. D. Pedro no había de ir allá.<br />

«A ver, habla...».<br />

-Adiós, Sr. D. Pedro -volvió a decir el Doctor, dando otra vez la media vuelta para retirarse.<br />

-Haz lo que quieras... Bueno, hombre, abur. ¿Y a dónde vas con tu cantinela?<br />

Felipe se detuvo y le miró bien.<br />

-Voy a ver si me quiere socorrer -dijo- una persona que ya otra vez me socorrió...<br />

-¿Quién?<br />

-La señorita Doña Amparo.<br />

D. Pedro, súbitamente, se volvió para la pared. Así no pudo ver Felipe su palidez, que era como la<br />

del bronce que quiere ser plata.<br />

Haciendo que miraba un mapa, Polo exhaló estas palabras:<br />

-¿Cómo fue eso?... ¿cuando?<br />

-El día que me marché de aquí, la señorita Doña Amparo, que tiene tan buen corazón, me dio seis<br />

pesetas que se había sacado a la lotería.<br />

D. Pedro empezó a revolver papeles sobre la mesa, quitando cosas de su sitio para llevarlas a otro.<br />

Se hacía el distraído, refunfuñando:<br />

«¿Es eso verdad?... ¡Qué cosas te pasan, hombre! ¿Con que seis pesetas...?».<br />

No miraba a Felipe, ni este podía advertir en el rostro de su maestro señales de interior borrasca.<br />

El caimán se metió la mano en el bolsillo. Sonó dinero. Era como el roce y frotamiento de metálicas<br />

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