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El doctor Centeno<br />

Llegaron, salieron del coche, pagaron, y viéraisles a los dos en el cuartito estrecho, pero cómodo, de<br />

una fonda o restaurant . Miquis exaltado y como demente, Centeno, muerto de hambre y al mismo<br />

tiempo encogidísimo de verse allí frente a aquel espejo, bajo los mecheros de gas y en mesa para él<br />

tan rica y ele gante. Pidió Alejandro dos cubiertos de los más caros, y mientras preparaban el servicio,<br />

Felipe parecía que se iba hartando con la vista. Algo había ya en la mesa a que hubiera echado mano,<br />

como las ruedas de salchichón, los rabanitos, el pan y la mantequilla; pero su respeto puso frenos al<br />

salvaje apetito que tenía, y no tocó nada hasta que trajeron la sopa. Al pobre Doctor le parecía mentira<br />

que había de venir la tal sopa, y cuando la vio llegar y tomó la primera cucharada, pasole lo que al<br />

héroe de Quevedo, esto es, que hubo de poner luminarias el estómago para celebrar la entrada del<br />

primer alimento que tras tan larga dieta apareciera. Y razón había para ello, porque estaba con un<br />

triste pedazo de pan duro que había tomado por la mañana.<br />

Miquis no acertaba a comer; estaba impaciente, inquietísimo, hablaba solo... A ratos miraba a su<br />

protegido, y se reía paternalmente de verle tan aplicado a la obra de reparar sus fuerzas.<br />

-Come, hombre, come sin reparo. No te dé vergüenza de comer todo lo que tengas gana, que harto<br />

has ayunado.<br />

Felipe seguía estos saludables consejos al pie de la letra, y la emprendió con todos los manjares<br />

que el mozo iba trayendo, sin perdonar ninguno. Aplacada su necesidad, quedole tiempo a su espíritu<br />

para maravillarse de todo, así de los gustosos platos como del servicio. Nunca había visto él mesa<br />

tan bien puesta y servida. Después de observar la elegancia de todo, la transparencia de las copas,<br />

la limpieza de las servilletas y manteles, la abundancia de golosinas, la esplendidez de tanto y tanto<br />

plato de carne, sustanciosos y exquisitos, la claridad del gas que tales maravillas iluminaba; después<br />

de observar esto, digo, y el primor de la habitación con su mullida alfombra y su gran espejo, se<br />

echaba recelosas miradas a sí mismo, y comparaba la riqueza del local y de la comida con su estampa<br />

miserable. Su ropa... ¡vaya, que estaba a propósito para aquel lugar! Sin ser andrajosa, más era de<br />

mendigo que de caballero... Su facha, sus manos... ¡Qué vergüenza! Por eso el mozo le miraba y como<br />

que se burlaba de él... Otros mozos cuchicheaban en la puerta, como pasmados de ver allí semejante<br />

tipo. ¡Gracias que tenía las grandes botas del siglo!... ¡Ay!, si D. Pedro y D. José Ido lo vieran en<br />

aquellas opulencias... delante de tanto plato fino, y bebiendo en aquellas copas, y comiendo todo lo<br />

que quería...! Cosas había allí, no obstante, que no sabía cómo se habían de comer ni para qué servían,<br />

por lo cual creyó prudente no tocarlas y afectar que no tenía más gana. Lo que no perdonó fue el<br />

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