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El doctor Centeno<br />

Ni asombro ni pena causó esto a Felipe, por lo acostumbrado que estaba a tales penitencias. De los<br />

seis días de labor de cada semana, tres por lo menos se los pasaba a la buena de Dios. Es forzoso<br />

repetir que Polo hacía estas justiciadas a toda conciencia, creyendo poner en práctica el más juicioso<br />

y eficaz sistema docente; no lo hacía por ruindad, ni por la sórdida idea de ahorrar la comida de su<br />

doctor criado.<br />

Los condenados a ayuno se quedaban en la clase. Se les obligaba a estudiar en aquella triste hora,<br />

vigilados por el pasante, a quien una mujer andrajosa llevaba la comida en dos cazuelillos. Mientras<br />

ellos leían o charlaban, él comía sus sopas y un guisote de salsa espesa. A veces, cuando les veía muy<br />

desconsolados les daba algo. Después hacía traer un café, y repartía el azúcar que sobraba, siendo tal<br />

su bondad, que generalmente tomaba el brebaje muy amargo para que no faltara a los hambrientos la<br />

golosina. Alguno había tan mal agradecido, que cuando Ido se distraía reprendiendo a otro, echábale<br />

bonitamente dentro del vaso un pedazo de tiza de la que servía para escribir en el encerado.<br />

Centeno, por estar privado de comida, no dejaba de servir la de sus amos en el comedor. Luego,<br />

cuando la criada ponía la mesa en la cocina, se le mandaba bajar a clase con el estómago más vacío<br />

que las arcas del Tesoro. Era tan desgraciado, que siempre llegaba después que el seráfico D. José<br />

había repartido los terroncillos. Pero algún alma tolerante y cristiana se acordaba de él, hay que decirlo<br />

claro; sí, Marcelina le guardaba siempre alguna cosita, para dársela al anochecer, a escondidas de su<br />

hermano y de doña Claudia, que decía: «¿Sabes lo que haces con esos mimos? Pues consentirle y<br />

echarle a perder más».<br />

Y a pesar de tantos y tan variados rigores, Felipe tenía cariño a D. Pedro; le quería, le respetaba y<br />

se desvivía por agradarle. Las reprimendas que su amo le echaba heríanle en lo más vivo de su alma,<br />

y esta se le inundaba de contento cuando sorprendía en el semblante da él señales o vislumbres, por<br />

débiles que fueran, de aprobación. Le miraba como un ser eminente y escogido, cual instrumento de<br />

la Providencia, grande y terrorífico como aquel Moisés que hacía tan vistoso papel en las Escrituras.<br />

Algunos domingos el terrible D. Pedro tenía un arranque de generosidad, digno de su alma varonil.<br />

Aquella rigidez se doblaba; aquella dureza se fundía; aquel bronce se hacía carne. Llamaba a Felipe,<br />

y echando mano al bolsillo, le daba un par de cuartos, diciéndole:<br />

«Toma, hombre, vete por ahí de paseo y compra alguna golosina».<br />

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