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-Como usted quiera, tiíta...<br />

-Mañana...<br />

El doctor Centeno<br />

Aquel mañana le parecía a Alejandro inesperado alejamiento de un día grande, la inmixtión antipática<br />

de lo infinito entre el hoy y su felicidad. ¡Mañana!... ¡el siglo que viene!<br />

-Por los ladrones no sea... ¿Cree usted que me voy a dejar robar?... Pero si usted no quiere...<br />

-Pues de una vez, -dijo la Godoy tirando del tercer cajón de la cómoda, que hizo un ruido músico<br />

y dulce como de puerta celestial de áureos goznes.<br />

Y tornando a vacilar:<br />

-La cosa es que...<br />

En lo íntimo de su ser, Miquis se sublevaba contra la prórroga de su dicha. Tenía los labios secos...<br />

le ocurrió una idea...<br />

La cosa es, -observó-, que mañana quizás no pueda venir.<br />

-Ya que estás aquí... -indicó la señora, sacando al fin el pesado cajón.<br />

Alejandro echó sus ansiosas miradas dentro de aquella cavidad, de la cual salía fortísimo aroma de<br />

flores secas, de rosas seculares y como embalsamadas. Los dedos de la señora abrieron la tapa de<br />

una caja, que tenía encima una bonita pintura de Adonis herido, y espirando en brazos de Venus.<br />

Dentro vio Alejandro las que fueron rosas, y eran ya una masa seca, pero aún olorosa, cual momia<br />

que conservara también momificada el alma... Después apareció un retrato, preciosa miniatura. Era<br />

un joven muy guapo, pálido, con los cabellos encrespados y revueltos... Alejandro se inclinó, movido<br />

de curiosidad, para ver aquella imagen que al punto creyó la de su abuelo, más doña Isabel, con<br />

rapidísimo y airado movimiento de su mano le apartó, diciendo:<br />

-Quita de aquí tus ojos puercos...<br />

Él se apartó con discreción, no sin alcanzar a ver algún paquete de cartas de color amarillo, atadas<br />

con cintita roja, de las que sirven de marca en los devocionarios. De debajo del paquete sacó al fin<br />

la tiíta una cartera de terciopelo, y de la cartera...<br />

-Aquí tienes tu parte...<br />

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