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- XI -<br />

El doctor Centeno<br />

Algunos días después de aquel, por tantos conceptos memorable, Doña Claudia notaba con asombro<br />

y pena que su hijo había perdido el apetito. Era cosa de llamar al médico; pero don Pedro, con malísimo<br />

talante, se opuso a tan descabellada idea diciendo: «Si las ganas de comer están ahora de menos,<br />

váyase por cuando han estado de sobra». Por las noches, no obstante su inapetencia, daba prisa para<br />

que le sirvieran la cena; despachábala en un santiamén, picando con el tenedor en este y el otro plato,<br />

probando más bien que comiendo, y parecía que le faltaba tiempo para echarse a la calle.<br />

«Estoy muy abotargado -decía-, y necesito mucho, mucho ejercicio».<br />

Más que pletórico, estaba nuestro capellán desmedrado y flatulento, como quien padece desgana o<br />

insomnios. Y era verdad que dormía poco, no cuidándose él ciertamente de halagar el sueño, sino<br />

más bien espantándolo con sus lecturas a deshora, las cuales a veces duraban hasta el amanecer.<br />

Habíase impuesto con rigor de anacoreta la prohibición de leer historias de guerras y conquistas,<br />

novelas, viajes y demás cosas incitativas de su espíritu activo; ayunaba de aquel pasto heroico, y<br />

para dominarse y flagelarse y someterse, apechugaba valeroso con los alimentos más desabridos de la<br />

literatura eclesiástica. Por desgracia suya, pronto le faltaron las fuerzas para esta cruelísima penitencia.<br />

Ni La Rosa mística desplegada , ni el Imán de la gracia , ni el Mes de San José , ni otras obras<br />

insípidas que tenía en su biblioteca, sin saber bien cómo habían ido a ella, privaron por mucho tiempo<br />

en su espíritu. Hastiadísimo, las confinó a un hueco de su estante, donde probablemente estarían<br />

intactas hasta la consumación de los siglos.<br />

Los grandes místicos se acordaban mal con su viril temperamento hostigado de inclinaciones<br />

humanas. No les comprendía bien. Las sutilezas admirables de que tales libros están llenos no le cabían<br />

a él en su tosco cacumen, molde de resueltas acciones más bien que de alambicados pensamientos; ni<br />

tampoco tenía gusto literario bastante fino para poder saborear el gallardo y elegante estilo de aquellos<br />

buenos señores. Los poetas sagrados se le sentaban en el estómago (pase esta frase vulgar que él usaba<br />

con frecuencia), y los versos de monjas le daban náuseas. No hallando a dónde volver los ojos en el<br />

terreno de las lecturas, se amparó de la Biblia. El Antiguo Testamento, sobre ser cosa muy santa, es<br />

poema, historia, geografía, novela, poesía, drama, y la riquísima serie de sus relatos sencillos enciende<br />

la imaginación, aviva el entusiasmo, embelesa, suspende y anonada. Para llenar aquellos tristes vacíos<br />

de sus insomnios, Polo cogía el Génesis, el Éxodo, los Números, los Jueces y se deleitaba con lo mucho<br />

que allí hay de trágico y sublime, con las guerras, las intrigas, las conspiraciones, las conquistas, las<br />

batallas, los grandes sacrificios, las violencias, los hechos inmensos, los colosales crímenes y virtudes<br />

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