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El doctor Centeno<br />
En estas y otras cosas pasaba el verano, época dichosa para algunos de los alumnos del capellán;<br />
mas no para Felipe y las demás víctimas, porque D. José Ido siguió funcionando durante la canícula y<br />
D. Pedro administrando coscorrones. A tantas diversidades de tormentos uníase la asfixia, porque el<br />
infierno de Polo tenía exposición meridional, y si por una ventana salían lamentos, por otra entraban<br />
llamaradas. Se podía decir que en aquel caldeado altar de la instrucción se ofrecían a la bárbara diosa<br />
entendimientos cochifritos... Pero esto se queda aquí, pues lo que nos importa ahora es hablar de<br />
aquella solemnísima fiesta religiosa que celebraron las monjas, no se sabe bien si el 15 de Agosto o el<br />
8 de Setiembre, por haber cierta oscuridad en los documentos que de esto tratan. Mas como la fecha<br />
no es cosa esencial, y ambas festividades de la Virgen son igualmente grandes, queda libre este punto<br />
para que cada cual lo interprete o aplique a su gusto.<br />
Consta, sin género alguno de duda, que ofició el obispo de Caupolicán, prelado de excelsa virtud<br />
y humildad, y que dijo el panegírico nuestro buen D. Pedro Polo, el cual supo salir muy airoso de<br />
su empeño, que consideraba el más arriesgado de su vida por ser alto y sutil el asunto, la función<br />
muy aparatosa, el auditorio escogidísimo. Su varonil presencia en la cátedra así como su hermosa<br />
voz, le aseguraban las tres cuartas partes del éxito. Gustó mucho el sermón, y de uno a otro confín<br />
de la iglesia, cuando don Pedro bajaba del púlpito, no se oían sino esos murmullos de aprobación<br />
que equivalen a los aplausos que en otros sitios manifiestan el contento del público. Doña Claudia y<br />
Marcelina habían mojado entre las dos, de tanto llorar, una docena de pañuelos. No faltaba ninguno de<br />
los amigos de la casa, a saber: Morales y su esposa, D. José Ido, el fotógrafo, el empleado de Hacienda<br />
con sus señoras respectivas, y Sánchez Emperador con sus dos guapas niñas, Amparo y Refugio.<br />
Felipe y Juanito del Socorro se habían subido al coro para ver mejor y estar al lado de la música<br />
y oírla de cerca. Pegados al que tocaba el contrabajo, estorbaban sus gallardos movimientos en tal<br />
manera, que el buen músico, que era un anciano de mucha paciencia y cortesía, les dijo alguna<br />
vez, apartándoles: «Si me hicieran ustedes el favor...». Felipe estaba lelo, mirando cómo vibraban<br />
las cuerdas de aquel formidable instrumento; luego observaba embelesado cómo abrían la boca los<br />
cantores; y él y Juanito agradecían mucho que se les mandara tener algún papel de música o traer un<br />
vaso de agua al señor director, el cual era un hombre con mucha hormiguilla en el cuerpo, según se<br />
movía y dislocaba para conducir la orquesta y aquella balumba de voces.<br />
Durante el panegírico, ambos, aburridísimos, se fueron a la calle y se metieron en la redacción, que<br />
estaba desierta por ser día festivo. Revolvieron los pupitres de los redactores, comieron obleas rojas,<br />
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