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El doctor Centeno<br />
Fe soltaba el cáliz y se quitaba la venda de los ojos para mirarle a él, a Felipe, que no se atrevía a<br />
moverse ni el espacio de un dedo.<br />
También le puso al principio en gran zozobra un ruido que sentía tras las paredes, así como roce y<br />
vibración de una soga, rumor seguido de lejanos tañidos de campana. No tardó en comprender que un<br />
tabique le separaba de la parte alta del convento y que por allí pendía la cuerda con que las señoras<br />
monjas tocaban a maitines a desusadas horas de la noche. Sentía también Felipe ruido de pasos. Eran<br />
las esposas de Jesucristo que bajaban al coro. Una de ellas debía de ser coja, porque claramente se<br />
sentía el acompasado toqueteo de dos muletas.<br />
Tempranito despertaba nuestro Doctor. Generalmente no era preciso llamarle; pero a ve. ces, si su<br />
cansancio lo emperezaba un poco, subía la criada, y tirándole del cabello, le ponía más despabilado<br />
que una ardilla. Se levantaba mi hombre renegando de las criadas madrugadoras, y antes de bajar se<br />
daba un paseo por entre sus inmóviles compañeros de domicilio observando las variaciones que el<br />
tiempo y el olvido ponían en la catadura de cada cual. A una santa le tenían los ratones medio comida<br />
la cabeza. Las telarañas que abrigaban como toquilla el vendado rostro de la Fe, crecían atrozmente,<br />
y rostros había lampiños que echaban barbas de polvo; torneados brazos rodaban por el suelo; alas de<br />
ángeles y manos de judíos que, aun desprendidas, no habían soltado el látigo. Había rostros apolillados<br />
que de tristes habíanse vuelto cómicos y alegres.<br />
Pero lo más interesante para el gran Felipe era un San Lucas, tamaño como dos hombres bien<br />
conservado, y que estaba, no enteramente a plomo sino algo arrumbado sobre San Marcos, el cual,<br />
oprimido del peso de su compañero, tenía estropeadas y ajadísimas las ropas. A los pies del primero<br />
había un magnífico toro, del cual no se veían más que los cuartos delanteros y la cabeza, tan grande<br />
y hermosa como la de los que salen en la plaza. El escultor que tal pieza hizo había sabido imitar a<br />
la Naturaleza con tan exquisito arte, que al animal no le faltaba más que mugir. Tenía sus cuernos<br />
relucientes, corvos y agudísimos, los ojos negros y vivos, la piel oscura... en fin, daba gozo verle.<br />
De cuanto en el desván había, esta cabeza taurina era lo que principalmente merecía las simpatías,<br />
mejor dicho, los amores de Felipe. La quería con toda su alma. Todos los días le quitaba el polvo, y<br />
por fin la limpió con agua, dejándola tan reluciente, que era una maravilla de aseo. Un día, mientras<br />
la limpiaba, notó en el cuello del animal una grande y profunda hendidura. Sí, la cabeza estaba casi<br />
separada del tronco, y bastaba tirar un poco para desprenderla completamente. ¿Se atrevería? Sí;<br />
Felipe tiró cuidadosamente y con cierto respeto, y el apolillado cartón se rasgó como un papel.<br />
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