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El doctor Centeno<br />

«Vete corriendo al locutorio y di a las señoras monjas que no se olviden de mandarnos el pebre para<br />

la salsa del cabrito».<br />

Volviendo luego a la hermosa Amparo, que a su lado estaba, le dijo:<br />

«Es el pebre picante de que hablábamos ayer, fuertecito, como a ti te gusta. ¡Verás qué cosa tan rica!».<br />

D. Pedro, que no cesaba de mirar a todos lados repartiendo por igual sus finezas y ofrecimientos,<br />

alcanzó a ver allá junto a la puerta, lejos del animado grupo ¿a quién?, al propio D. José Ido, humilde y<br />

modestísimo en todas las ocasiones y más en aquella, pues tanta era su timidez que habiendo entrado<br />

de los primeros, hacía media hora que estaba allí sin que nadie reparase en él, y ni avanzar quería ni<br />

retirarse por miedo a llamar la atención. Estaba el pobre sin saber qué hacer, inmóvil y pestañeando,<br />

parado y atónito, cual si le estuvieran dando una mala noticia. D. Pedro, con aquella generosidad<br />

rumbosa que era la flor tardía pero lozana de un honrado carácter, llegose al pasante, le trajo por el<br />

brazo al círculo de amigos y con cariñoso modo le dijo:<br />

«No tenga usted miedo, Ido. Tomará usted una copita».<br />

Ido refunfuñó no se sabe qué excusas; pero negarse a recibir la copa y tomarla todo fue uno.<br />

«Un bollito, D. José».<br />

-Gracias... si acabo de comer...<br />

Para aquel bendito, haber comido en Julio era acabar de comer. En un solo instante rechazaba el<br />

bollo y se lo engullía. El fotógrafo, que quieras que no, le hizo tomar otra copa; y después de beber,<br />

D. José sacó un pañuelo para limpiarse la boca y enjugarse las lágrimas, pues aquel hombre, más<br />

que hombre era una sensitiva. Cualquier incidente común le producía emoción vivísima, y cualquier<br />

emoción abría las exclusas de sus lágrimas. Balbuciendo gracias y dando un cordial apretón de manos<br />

a D. Pedro, se marchó veloz, bajando la escalera como si le fueran a prender.<br />

«Este señor -dijo el fotógrafo- es más blando que la manteca».<br />

Entre tanto, se oía ruido de almireces que alegraría el corazón menos sensible a los halagos de un<br />

buen comer. La cocina repicaba a convite con más armonía que la iglesia repicando a procesión.<br />

Allí estaba doña Saturna, afanada con tanto tráfago. La cocinera y Marcelina le ayudaban. Grandes<br />

palmadas y bravos resonaron en la sala, cuando Refugito, la del diente menos, se presentó poniéndose<br />

un delantal y diciendo: «Voy a ayudar también».<br />

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