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El doctor Centeno<br />

Reconociendo el Doctor que la señora hablaba como la misma sabiduría, no le hacía gran caso, y<br />

con el alma, más que con los ojos, miraba a la calle, porque sentía los silbidos con que lo llamara<br />

el del Socorro. ¡Inmenso dolor!... ¡No poder acudir a tan querido llamamiento! Sin duda tenía que<br />

contarle aquella noche cosas muy buenas, por ejemplo: que los regimientos se iban a echar a la calle,<br />

que la cosa estaba en un tris y los curas con el alma en un hilo... No había más remedio que tener<br />

paciencia y entretener de cualquier modo las pesadas horas, ya mirando los movimientos que con sus<br />

dedos hacía Marcelina metiendo y sacando el gancho, ya contando los hoyos que aquella excelente<br />

señora tenía en la nariz o los erizados cabellos de su berruga... porque pensar que él había de leer en<br />

la fementida Gramática era pensar en lo imposible.<br />

Un sistema de distracción encontró, a fuerza de aburrirse, Centeno, y era observar los distintos ruidos<br />

que hacían las puertas mohosas de la casa cuando las abría y cerraba la cocinera, la cual andaba<br />

trasteando, hasta más de las diez, de la cocina a la despensa y de la despensa al comedor. Las puertas,<br />

como toda la casa, tenían dos siglos de fecha, y en tan largo tiempo nadie se había tomado el trabajo<br />

de acariciar con aceite sus gastados, secos y polvorientos goznes. Así es que daban unos gemidos que<br />

parecían de seres vivientes, y su lamentar producía los más extraños efectos musicales. Felipe, en la<br />

soledad y hastío de su espíritu, no hallaba mejor entretenimiento que observar la diversa tesitura y<br />

acento de cada uno de aquellos ruidos. Tal puerta imitaba el mugido de un buey, tal otra el llanto de<br />

un niño; alguna sonaba como voz gangosa que pronunciara el principio del Padre nuestro; la de más<br />

allá parecía la matraca de Viernes Santo, y otra decía siempre: mira que te cojo. Amenizaba estas<br />

sonatas el lejano roncar de Doña Claudia, que a ratos era silbido tenue, a ratos favordón que decía<br />

con toda claridad: Sursum Cooor...da .<br />

Cuando las puertas callaban, cual si se durmieran, Felipe buscaba impresiones del mismo orden<br />

en las vidrieras. Eran estas, como las ventanas, grandísimas, desvencijadas. Se componían de vidrios<br />

pequeños, verdosos, que retrasaban la luz y eran como aduaneros de ella, pues no le permitían pasar<br />

sin cogerse una parte. La madera estaba pintada de azul, al temple, según el uso antiguo; el plomo era<br />

negro, y de puro viejo apenas sujetaba los vidrios. Estos, siempre que los pesados bastidores se abrían,<br />

bailaban en sus endebles junturas, cual si quisieran saltar y echarse fuera. Cuando pasaba un coche<br />

por la mal empedrada calle, era tanto el temblor y tanta la chillería de los vidrios, que las personas<br />

tenían que dar fuertes gritos pará hacerse oír.<br />

Tal era la ocupación del Doctor: atender al paso de los coches. Desde que sentía su rodar lejano,<br />

ponía alerta el oído para observar cómo lentamente empezaba el retintín de los vidrios; cómo iba en<br />

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