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El doctor Centeno<br />
crecían por pulgadas, y poco faltó para que hubiera piernas rotas y espinas dorsales quebradas por<br />
la mitad. D. Pedro, aquel constructor de jorobas intelectuales, quería desfigurar también los cuerpos.<br />
Tenía como un furor de odio y venganza. Creeríase que los muchachos le habían jugado una mala<br />
pasada teniéndolo por maestro. Doce o catorce se quedaron sin comer. Felipe estuvo aterradísimo<br />
todo el día, y evitaba el mirar a su amo y maestro. También él se quedó en ayunas, y en su mísero<br />
cuerpo no hubiera sido posible poner un cardenal más; tan bien ocupado y distribuido estaba todo.<br />
Por la noche cuando se acostó, después de haber jugado un poco al toro, dando testarazos a las<br />
imágenes, soñó diversas cosas terroríficas. Primero: que D. Pedro era el león de San Marcos y se<br />
paseaba por la clase fiero, ardiente, melenudo, echando la zarpa a los niños y comiéndoselos crudos,<br />
con ropa, libros y todo; segundo: que D. Pedro, no ya león sino hombre, iba al convento y castigaba a<br />
las monjas cual hacía diariamente con los alumnos, dándoles palmetazos, pellizcos, nalgadas, sopapos,<br />
bofetones y porrazos, poniéndoles la coroza y arrastrándolas de rodillas.<br />
Otra mañana, cuando limpiaba el cuarto del señor, vio en el suelo pedacillos de papel. Sin duda D.<br />
Pedro había pasado la noche escribiendo cartas. Alguna le había salido mal y la había roto, pero los<br />
trozos eran tan chiquirrititos que apenas contenían un par de sílabas. La vela estaba apurada, señal de<br />
haber pasado el señor capellán la noche de claro en claro... Para que todo fuera extraño, llegó también<br />
un día en que D. Pedro estuvo tolerantísimo y hasta afable con los muchachos. No solamente dejó<br />
de pegar y tuvo en paz las manos en aquel venturoso día, sino que a cada momento amenizaba las<br />
lecciones con chuscadas y agudezas. ¡Qué risas! Nunca fueron humanas gracias más aplaudidas, ni<br />
con mayor plenitud de corazón celebradas. Aún no había abierto la boca el maestro, y ya estaban<br />
todos muertos de risa. Humanizada la fiera, perdonaba las faltas, alentaba con vocablos festivos a los<br />
más torpes, y los aplicados recibían de él sinceros plácemes. Hasta Don José Ido se permitió unir su<br />
delgada voz al coro de los chistes, diciendo algunos que no carecían de oportunidad.<br />
Para que en todo fuera dichosa aquella fecha, D. Pedro comió vorazmente; pero estaba tan distraído<br />
en la mesa, que no contestaba con acierto a nada de lo que su madre y su hermana le decían. Cuando<br />
se levantó para fumar, puso bondadoso la mano sobre la despeinada cabeza de Felipe, y dijo estas<br />
palabras, que el Doctor oyó con arrobamiento:<br />
«Es preciso hacer a Felipe algo de ropa blanca».<br />
Centeno, que mejor que nadie sabía cuán grande era su necesidad en aquel ramo importante del<br />
vestir, no tuvo palabras para dar las gracias. ¡La gratitud le volvía mudo!<br />
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