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El doctor Centeno<br />
Doña Claudia exageraba las faltas de él y ponía las manos a la altura de sus anteojos siempre que la<br />
criada, muerta de risa, venía a contar alguna fechoría o gansada del pobre Felipe. Porque Maritornes,<br />
preciso es decirlo para que cada cual tenga su verdadero puesto, lo había declarado guerra a muerte<br />
desde el principio, y muchas cosas que él hubiera hecho bien las hacía mal porque ella le confundía<br />
con sus gritos y le atropellaba con sus lenguarajos. No habían pasado tres semanas, cuando Doña<br />
Claudia decía a todo el que la quisiera oír: «¡Qué cosas tiene mi hijo!... Habernos traído aquí este...<br />
Lo que digo, es un número sin premio».<br />
Una cualidad buena reconocían todos en Felipe, y era que jamás contestaba a las reprimendas, ni se<br />
daba por aludido de los pellizcos, coscorrones y demás argumentos en vivo que en la escuela y en<br />
la cocina se le hacían. Todo lo llevaba con paciencia aquel estoico pequeño de cuerpo. Si no llegaba<br />
a decir, como el otro, que el dolor es bueno, en su interior lo diputaba justo y merecido, y a solas<br />
lloraba de rabia, encolerizado contra sí mismo, o se ponía de hoja de perejil, ponderándose su torpeza<br />
y brutalidad... ¡Si aquello parecía arte del demonio! Él procuraba salir airoso de todo, y todo le salía<br />
lo peor posible. ¿De qué le valía poner en cada faena sus cinco sentidos y aun alguno más? Notaba<br />
en sus manos una tosquedad que las hacía ineptas para todo lo que no fuera cargar espuertas de tierra.<br />
Mal o bien, ya se iba haciendo a manejar platos y tazas; pero cuando le ponían una pluma entre sus<br />
tiesos y duros dedos; cuando le sentaban delante de un papel rayado y le mandaban trazar... ¡Dios de<br />
los pequeños, Dios de los débiles!, ¡qué sudores, qué congojas, qué doloroso esfuerzo! La mano se<br />
le ponía rígida y trémula; era una mano de cartón que, en vez de sangre, estaba llena de cosquillas.<br />
Para someterla a la voluntad, el angustiado alumno alargaba el hocico, hacía trompeta de sus labios,<br />
distendía todos los músculos de su cuerpo, contraía los dedos de los pies... Ni por ésas; sólo conseguía<br />
mancharse de tinta hasta el codo, y en tanto el infame palote no salía. Daba grima ver aquel trazo<br />
curvo, erizado de púas como un cardo... Y cuando, al fin, parecía que iba saliendo un poquito más<br />
derecho... ¡cataplúm!, un coscorrón del pasante le hacía soltar el papel para llevarse la mano a la parte<br />
dolorida y rascársela cuanto permitieran las iracundas miradas de D. Pedro... Nueva tentativa, nuevo<br />
fracaso, acompañado de esta lluvia de flores: «Burro, eso no es escribir, eso es dar coces...».<br />
En lectura iba bien. Pero cuando, pasado algún tiempo, le pusieron a desflorar los elementos de las<br />
artes y ciencias... ¡Dios misericordioso, amparo de la ignorancia!... Nada, nada, Polo y D. José Ido<br />
convinieron unánimes en que carecía absolutamente de memoria y entendimiento. No había fuerza<br />
humana que pudiera hacerle decir bien ninguna de aquellas sabias definiciones que compendian la<br />
sabiduría de nuestros libros escolares. No son para contados los testimonios que levantaba y los<br />
trastrueques que hacía al intentar decir que el participio es una parte de la oración que participa de<br />
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