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El doctor Centeno<br />
se han de pintar la Gramática y la Doctrina?... Manos a la obra y venga papel. Sacó del bolsillo un<br />
pedazo de lápiz y aquí te quiero ver, talento. Raya por allí, raya por allá; aquí un pico, más allá un<br />
hueco, todito iba saliendo a maravilla: la Inglaterra, que es una isluca con muchas púas; Suecia, que<br />
parece una gran pieza de bacalao; Franciota con luengas narices; Portugalito con la boca risueña, que<br />
es la del Tajo; Italia como una bota; Grecia cual manojo de pueblecitos, y Rusia grandísima, informe,<br />
esteparia, soñolienta sin fisonomía... Muy bien. La cosa prometía. El retrato estaba hablando, y aunque<br />
a algunas de las naciones no las conocería ni la mala mujer que las inventó, si el artista tuviera goma<br />
con que borrar para rehacer su trabajo... ¡re-contra!... Tan engolfado estaba en sus golfos, y tan aislado<br />
dentro de sus islas, que no vio venir a D. Pedro, el cual se acercó por detrás pasito a pasito... ¡Ay Dios<br />
mío! Del primer capón poco faltó para que los nudillos del maestro penetraran hasta la masa cerebral<br />
del geógrafo pintor, y detrás otro y otro, dados al compás de estas cariñosas frases:<br />
«¡Animal, siempre de juego, pum!... ¡Si te voy a freír. ¿De esa manera, ¡pum!... correspondes al<br />
bien que te he hecho recogiéndote... ¡pum!, de las calles? No se puede... ¡pum!, sacar partido de ti.<br />
Anda, anda, arriba...».<br />
El resto de tan cristiano discurso fue, más que pronunciado, escrito con las manos del maestro sobre<br />
las mejillas rojas del criminal y sobre otras partes de su cuerpo. Cada lagrimón que le caía abultaba<br />
más que un garbanzo. La suerte es que se los iba bebiendo a medida que llegaban a la boca; que si<br />
los dejara rodar, seguramente le mojarían la ropa. Al subir, se tentaba el cráneo para indagar cuántos<br />
y de qué calibre eran los agujeros que en él, a su parecer, tenía.<br />
Doña Claudia estaba de malísimo talante aquel día por tres motivos. Primeramente le dolía la cabeza,<br />
como atestiguaba la venda que se la oprimía, sujetando dos ruedas de patata sobre las sienes. Añadid<br />
a esto el disgusto que le ocasionaba la lista grande, que acababa de leer, en cuyo documento, por uno<br />
de esos descuidos tan propios de nuestra mala administración, no aparecía premiado ningún número<br />
de los que la señora tenía. Seguramente la lista estaba equivocada. Por último, doña Claudia había<br />
descubierto en la criada cosas de que no se podía echar la culpa a Felipe. Así, cuando este se presentó<br />
y le dijo llorando: «el señor me ha mandado que suba», Doña Claudia se puso en pie, dio al aire<br />
las dos aspas de sus brazos, y con voz desabrida le contestó: «Di a mi hijo que aquí no hacen falta<br />
monigotes». Felipe tornó al piso bajo; mas no tuvo ánimo para entrar en la clase, y sentose junto a la<br />
puerta de ella, esperando a que D. Pedro saliese y le dijera algo.<br />
Allí estuvo largo rato, oyendo el rumor hondo del aula, tan semejante al del mar, y como este,<br />
músico y peregrino. Lo compone un vagido constante de cláusulas que vienen y van, salpicar de letras,<br />
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