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- VI -<br />
El doctor Centeno<br />
Para concluir. Doña Isabel Godoy era supersticiosa en grado extremo, fenómeno que, si se examina<br />
bien, no es incompatible con la devoción maniática, ni con los rezos de papagayo. Con ser una de<br />
las principales ostras de los bancos parroquiales de San Pedro y San Andrés, más raíces tenían en el<br />
espíritu de esta señora ciertas creencias y temores vulgares que la pura idea religiosa. Cierto que ella<br />
defendía con rutinario tesón los dogmas de la Fe; pero les añadía innúmeros suplementos, fundados<br />
en todo lo vano, pueril y necio que ha imaginado el miedo y la ignorancia del pueblo. Creía en las<br />
fatalidades del número 13, de la sal vertida y de los espejos rotos; sentía horror del murciélago,<br />
por suponerle emisario del Demonio; atribuía mil ridiculeces al erizo o puerco-espín; creía, como el<br />
Evangelio, que las culebras maman y que las cigüeñas pronuncian algunas palabras; que hay gallos<br />
que ponen huevos, y que el pelícano se hiere a sí propio para alimentar con su sangre a sus polluelos;<br />
sostenía la existencia de los dragones, salamandras y basiliscos con sus propiedades mitológicas; creía<br />
también en el ave fénix y en las influencias de los astros benignos o adversos y de los cabelludos<br />
cometas, precursores de calamidades; daba fe a la influencia de la imaginación materna sobre el crío<br />
y a los antojos; prestaba crédito a las buenaventuras de los gitanos, y era para ella artículo dogmático<br />
la existencia de los zahorís, personas que, por haber nacido en Jueves Santo, tienen la virtud de ver<br />
lo que hay bajo tierra. Como la propia doña Isabel había nacido en Jueves Santo, se tenía por zahorí<br />
de lo más sutil y agudo que pudiera existir. Igualmente daba oídos a los saludadores, que todo lo<br />
curan con saliva, y a los embrujados. No había quien le quitara de la cabeza que hay personas que<br />
aojan , es decir, que hacen mal de ojo, y matan o resecan a los niños sólo con mirarles. Los sueños<br />
eran para ella revelaciones de incontrovertibles verdades. Si oía por la noche el aullido de un perro,<br />
ya tenía por seguro un mal caso; si entraba en la sala una mariposa negra o moscardón, señal era de<br />
inevitable desdicha; si alguno hacía girar una silla sobre una pata, indicio era de contiendas. Al salir<br />
a la calle, cuidaba de sacar primero el pie derecho que el izquierdo, porque si no, no volvería a casa<br />
sin dar un mal paso.<br />
Quiso su mala suerte, para acabarla de rematar, que tuviera por vecina en Madrid a una de estas<br />
sacerdotisas de la magia, que, contra todo el fuero de la verdad y la civilización, existen aún para<br />
explotar la inocencia y barbarie de la gente. Y no son las más humildes, que jamás vieron el abecedario,<br />
las que estos tugurios de la magia frecuentan, sino que allá van alguna vez damas principales a que<br />
les echen las cartas. Esto parece mentira; ¡pero qué verdad es!<br />
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