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- I -<br />

El doctor Centeno<br />

Federico Ruiz... ¡Singular hombre, dado a la ciencia, al arte; el astrónomo que más entendía de<br />

versos, el poeta más sabedor de cosas del cielo! Diez años hacía que su espíritu navegaba jadeante<br />

por los espacios del saber buscando una vocación, y de ensayo en ensayo, de una en otra tentativa se<br />

le enfriaba el entusiasmo y su voluntad padecía desmayos. Era español puro en la inconstancia, en<br />

los afectos repentinos y en el deseo de aplausos. Primero fue músico, después cursó la Facultad de<br />

Ciencias y obtuvo la plaza del Observatorio, en la cual no estaba contento, porque su espíritu tenía<br />

un desasosiego, un como escozor, semejantes a la inquietud del enfermo que busca su alivio en los<br />

cambios de postura.<br />

Era de costumbres apacibles, un tanto egoísta y un tantico avaro. Carecía del entusiasmo de su<br />

profesión, pero desempeñaba a conciencia, si no de buena gana, los servicios del Observatorio.<br />

Soñaba con triunfos en el teatro, ¡demencia española!, y se creía, como tantos otros, un ingenio no<br />

comprendido y sacado de su natural asiento, víctima de la fatalidad y de las perversas contingencias<br />

locales. Todo ecléctico es triste: la perplejidad del espíritu hace displicentes humores. Y el bueno de<br />

Ruiz, en las melancolías que le ocasionaba una profesión considerada como interina, decía: «¡Qué<br />

país este!... ¡Desgracia grande vivir aquí! ¡Si yo hubiera nacido en Inglaterra o en Francia!...». Muchos<br />

¡ay!, que dicen esto, revelan grande ingratitud hacia el suelo en que viven, pues si en realidad hubieran<br />

nacido en aquellos otros países, estarían quizás tan campantes haciendo zapatos o barriendo las calles.<br />

De todo esto se desprende que Federico Ruiz, astrónomo sin sustancia, debía de ser adocenado poeta.<br />

Incapaz de dar direcciones nuevas al arte, no sabía más que trillar los viejos caminos donde ya ni flor<br />

había ni yerba que no estuviesen cien veces holladas y aun pisoteadas.<br />

Era el eternamente descontento, el plañidor de su suerte, el incansable arbitrista de su propio destino.<br />

Seguramente, desde que una obra suya pasara de las musas al teatro, le habían de entrar ganas de dar<br />

nueva ocupación a su espíritu. Un hombre tan sin centro y de pensamientos tan variables no podía<br />

ser gordo. En efecto Federico Ruiz era flaco, tan flaco, que los carrillos se le besaban por dentro, y<br />

cuando se sentaba, tomando aquellas extrañas posturas, sin las cuales no demostraba comodidad, todo<br />

él se volvía ángulos. Era un zig-zag... Por extraña armonía, su pensamiento era lo mismo, y hablando<br />

variaba de dirección rápidamente describiendo con la palabra un vaivén mareante. Nada había derecho<br />

en él, ni el cuerpo ni el juicio. Andaba con cierta vacilación, semejante a la de los que han bebido<br />

más de la cuenta, y su voz era desentonada.<br />

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