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El doctor Centeno<br />

Después le pasó sus dedos finísimos y frescos por la barba. Él estaba tan ardoroso que aquellos dedos<br />

le parecían de mármol. Aún hizo ella más. Con su pañuelo, que olía a delicadas esencias, le limpió<br />

las lágrimas. Después...<br />

Felipe la vio retroceder, mirar hacia la sala, como temerosa de que la espiaran. Volvió junto a él.<br />

Metió la mano en el bolsillo, sacó una cosa que relucía y sonaba. De sus dedos salían rayos de plata.<br />

Centeno estaba absorto, pasmado, y de su alma se amparaba lentamente un consuelo inefable, una<br />

paz deliciosa, una gratitud que, sobreponiéndose a los demás sentimientos, los sofocaban y al fin<br />

triunfaban de su honda pena.<br />

La Emperadora dio un gran suspiro. Era un alma abrumada que no podía echar de sí esta idea:<br />

«¡Qué mal hacen en no perdonarte!».<br />

Y luego le tomó una mano, que él tenía cerrada; se la abrió, no sin esfuerzo de sus delicados dedos;<br />

le puso en el hueco una cosa, cerrándosela luego y apretando los dedos de él; y al concluir, le dijo:<br />

«Con esas seis pesetas te arreglarás por ahora... No te puedo dar más».<br />

Felipe se fue.<br />

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