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El doctor Centeno<br />

Doña Saturna poseía entre éstas una de grandísimo valor para D. Pedro. Era aquella señora la más<br />

eminente cocinera que se ha visto, doctora por lo que sabía, genio por lo que inventaba, y artista por<br />

su exquisito gusto. Cuentan que en su juventud había vivido con monjas y servido después en casas<br />

de gran rumbo. Todo lo dominaba, la cocina rancia española y la extranjera, la confitería caliente<br />

y fría. De aquí que D. Pedro la trajera en palmitas, porque el buen señor, al pasar de su primitiva<br />

vida miserable a la regalona en que entonces estaba, se pasó también gradualmente y sin darse cuenta<br />

de ello, de la sobriedad del cazador a la glotonería del cortesano. Le acometían punzantes apetitos<br />

de paladar, y mientras más rarezas coquinarias probaba, más se encariñaba con todas y más deseaba<br />

las nuevas y aun no conocidas. Su gusto se refinó mucho, y sin aborrecer los platos nacionales,<br />

adoraba algunos de los extranjeros connaturalizados en España. Su madre alentaba esto mimándole y<br />

engolosinándolo sin tasa, discurriendo las cosas más aperitivas y confabulándose con Doña Saturna<br />

para proporcionarle un día y otro esta novedad, aquella sorpresa.<br />

Siempre que los Polos invitaban a algún amigo a comer, Doña Saturna se personaba en la casa desde<br />

muy tempranito, y cuando Morales celebraba sus días o los de su mujer, el primer convidado era Polo.<br />

Las de Emperador iban a una y otra parte, y en ambas eran muy agasajadas por sus méritos, por su<br />

índole modesta, por ser huérfanas de madre y por aquel ángel, aquella mansedumbre graciosa, aquel<br />

dejo y saborete de sentimentalismo que tenían.<br />

Marcelina Polo las quería entrañablemente, y hacía para ellas laborcillas de gancho, corbatas y mil<br />

enredos y regalitos. Ya que hemos nombrado a la hermana del capellán, conviene decir que esta señora,<br />

de más edad que D. Pedro, era lo que en toda la amplitud de la palabra se llama una mujer fea. Su cara se<br />

salía ya de los términos de la estética y era verdaderamente una cara ilícita, esto es, que quedaba debajo<br />

del fuero del poder judicial. Debía, por consiguiente, recaer sobre ella la prohibición de mostrarse<br />

en público. Así lo conocía la dueña de aquel monumento azteca, y ni tenía en su habitación espejos<br />

que se lo reprodujeran, ni salía más que para ir a la iglesia o a visitar amigas de confianza. Era una<br />

persona insignificante, pero que tratada de cerca inspiraba algunas simpatías. Ocupábase de cuidar la<br />

casa, de hacer obras de mano, generalmente de poco mérito, y de rezar, escribir cartitas a las monjas o<br />

enredar un poco en la sacristía de la iglesia. Resumiendo todo lo que nos dice Clío respecto a estas tres<br />

personas, nos resulta que se avenían y ajustaban maravillosamente, viviendo bajo un mismo techo y<br />

amándose con ardor, tres diferentes pasiones: Gula, Lotería, Religión.<br />

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