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El doctor Centeno<br />

-Lo ha visto papá... -afirmó el del Socorro, después de vacilar un rato-. Papá conoce al... ¿cómo se<br />

llama?, al entendiente , y algunos días lo viene a ayudar a hacer cuentas.<br />

-Yo quisiera ver esto por dentro, ¿oyes? Será bonito.<br />

-Hijí... no tienes más que decírmelo el día que quieras. Mamá conoce a la gran zafata ... ¿Estás?,<br />

la que gobierna todo, y cuida de la ropa blanca y tiene las llaves. Yo he venido más veces... ¿Que<br />

si es bonito dices?... Así, así... de todo hay... tiene un salón más grande que Madrid, con alfombras<br />

doradas, de tela como las de las casullas ¿estás?, y mucho candelero de plata por todos lados. El coche<br />

de la Reina sube hasta la propia alcoba... yo lo he visto. Aquí todo está lleno de resortes. Calcula<br />

tú, tocas un resorte y sale la mesa puesta; tocas otro y salen el altar y el cura que dice la misa a la<br />

Reina... tocas otro...<br />

Felipe, riendo, daba a entender que si tocaba más resortes, las mentiras de su amigo no tendrían<br />

término. Pero no acobardado Redator por la incredulidad de Centeno, dejó correr sin tasa la<br />

inagotable vena de sus embustes. Pasando calles, llegaron por fin a la Cava Baja, donde Felipe no<br />

pudo cumplir su encargo, porque el ordinario de Trujillo no había parecido aún. Bien: ya tenía para<br />

otra noche. Era ya tan tarde, que los amigos sintieron un poquito de recogimiento y estrechura en<br />

las respectivas conciencias, aunque la de Juanito del Socorro era más ancha que la puerta de Alcalá,<br />

y por ella cabían las más grandes faltas sin doblarse ni romperse. Emplear dos horas en un recado<br />

urgentísimo, para el cual lo habían señalado veinte minutos, era cosa muy adecuada a un carácter tan<br />

entero como el suyo. Ya sabía que cada minuto de más lo valía igual número de golpes de su papá;<br />

pero tenía la piel curtida y el espíritu fortificado por las contrariedades.<br />

«Vamos, vamos -dijo Felipe inquieto-. Es muy tarde».<br />

Apresuradamente corrieron hacia los barrios del Norte, y aunque Juanito quería detenerse aún a oír<br />

los cantos de Perico el ciego, el Doctor tiraba de él y le llevaba a prisa. Llegaron por fin a la calle<br />

de la Farmacia, donde Redator debía entregar su encargo, y mientras este subía al piso tercero del<br />

núm. 6, vivienda del infelicísimo escritor que desde las nueve estaba esperando sus pruebas, Felipe<br />

se paseó en la acera de enfrente, entre la escuela y la esquina de San Antón. Como en todo se fijaba,<br />

observó que junto a una de las rejas bajas del edificio había un bulto, un hombre con las solapas<br />

del negro gabán de verano levantadas... Al pasar, Felipe notó un cuchicheo, miró... Aunque la noche<br />

estaba oscura... ¡sí, sí, era él! Felipe se estremeció, embargado de grandísima sensación de pavor y<br />

vergüenza. Sintió el ardor de la sangre en su cara hasta la raíz del cabello... ¡Era, era D. Pedro!<br />

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