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- VII -<br />

El doctor Centeno<br />

Desde que Muñoz y Nones le dijo: «La cosa es hecha; esto es claro como la luz del mediodía; la<br />

semana que entra le traigo a usted su dinero», doña Isabel creyó oportuno comunicar su vengativo<br />

pensamiento al bueno de Alejandro, el cual lo tuvo, justo es decirlo, por el más disparatado que<br />

podía nacer en humano cerebro. Ya tenía él vislumbres de que, en el de su tiíta, la cantidad de seso<br />

iba mermando rápidamente; pero al llegar a aquel caso, lo juzgó completamente vacío. Cosa más<br />

inverosímil y absurda no había él oído jamás. Se avenía bien aquello con la casa de su tía, y con la<br />

persona de esta, persona, casa, trato y aliños en que todo semejaba embrujamientos y hechicerías.<br />

Mas como era tan en provecho suyo la locura que la dama iba a cometer; como en tal ocasión estaba<br />

escasísimo de dinero y sólo abundante de compromisos, deudas y necesidades, no tuvo nada que decir<br />

contra la generosa oferta. Eso sí, cuando la Godoy le puso por condición el honrado y juicioso empleo<br />

del dinero, hizo él votos solemnes de consagrarlo a su mejoramiento social y educativo... ¡Pues a<br />

fe que era poco formal! En la vida más se le vería en los cafés, y todo el que lo quisiera ver que le<br />

buscara en las bibliotecas, en las cátedras y por las noches en algún salón de embajada o en cualquiera<br />

palaciega tertulia, donde el trato de finísimas damas perfilara sus modales.<br />

-Eso, eso, eso -dijo la tiíta con crédulo alborozo-. Si no lo haces así, perdemos las amistades. Ya ves,<br />

sería un cargo de conciencia... Bueno, pues la semana que entra... ¡Caballito del diablo, arre... arre!<br />

Al decir esto, la aristocrática manchega no se estaba quieta, sino que iba de un paraje a otro de<br />

la sala, sin dirección ni tino, trémula y como picada de la tarántula. Sus brazos hacían la mímica<br />

de apartar algo que revolaba en su alrededor, y sus ojos echaban unos reflejos plateados y verdosos<br />

que habrían dado a Miquis mucho miedo si este no hubiese visto repetidas veces a su tiíta en aquel<br />

lastimoso estado.<br />

Ahora se comprende el desasosiego que tenía Alejandro en los días que mediaron desde la promesa<br />

de su tía hasta la realización del donativo. Estaba el infeliz muchacho como el que padece obsesión,<br />

pensando siempre en aquella fortuna que se le ofrecía, lleno de dudas y congojas. Porque el dinero<br />

le venía como aguas de Abril, y si después de prometérselo resultaba que todo era un estrafalario<br />

juego de los derretidos sesos de su tía... Si el metal venía a su poder, creeríase el más venturoso de<br />

los nacidos; si todo era una burla, ¡qué horrendo desengaño! Por esto en la noche del sábado no se le<br />

podía sufrir: tan caviloso y pesado estaba. Sin explicar el motivo de su pena, a todos los que cogía a<br />

su lado nos decía que le tomáramos el pulso, porque tenía fiebre.<br />

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