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El doctor Centeno<br />

cortaron pedazos de periódico, escribieron en las cuartillas. En un momento de entusiasmo, Juanito se<br />

subió sobre la mesa, y empezó a repetir frases que antes oyera y que se habían grabado en su memoria.<br />

El condenado imitaba la voz y gesto de alguno de los periodistas ausentes, diciendo: «Señores, esto<br />

se va... los dioses se van... esto matará a aquello».<br />

Después subieron al campanario del convento. Juanito, siempre fatuo y vanidoso, contaba a Felipe<br />

las grandezas de su casa. ¡Qué cosas le dijo! Su madre tenía una silla dorada y su padre era amigo de<br />

un marqués. Él iba a estudiar para redator , y su padre no esperaba sino que llegara la jarana para<br />

ponerse su uniforme de capitán de la milicia. Como en estas conversaciones siempre sacaba a relucir<br />

el del Socorro los términos que oía, habló a Felipe del pueblo soberano, de la revolución próxima, de<br />

los curas, de la tropa y de ahorcar mucha y diversa gente. Esto, dicho en las alturas del campanario y<br />

bajo los ardientes rayos del sol, le puso a mi Felipe la cabeza, toda exaltada y como en ebullición, llena<br />

de ideas sediciosas y disolventes. Cuando bajaban a saltos por la angosta escalera, la dijo Socorro:<br />

«Aquel obispote que está en el altar mayor, es el capitán general de los curas... Vaya un peje...<br />

Cuando se arme...».<br />

Concluida la función, hubo en casa de D. Pedro refresco. Las monjas enviaron dulces y bartolillos,<br />

y el predicador laureado sacó de un misterioso armario de su cuarto botellas de añejo vino que le<br />

había regalado el padre de uno de sus alumnos. Brindó el fotógrafo por el primero de nuestros<br />

oradores sagrados , cuyo elogio recibió D. Pedro con carcajadas de modestia. El oficial de Hacienda,<br />

frotándose las manos, no cesaba de decir: «bien, Sr. de Polo, muy bien». Doña Claudia se reía como<br />

si no tuviera bien sentado el juicio, y el majestuosísimo D. Florencio Mora...les y Temprado daba<br />

fuertes palmadas en el hombro del héroe del día, promulgando estas observaciones que merecen ser<br />

entregadas a la posteridad:<br />

«Vas a dejar atrás al célebre Troncoso y a ese que llaman Bordalúo ... Estuviste muy propio. Así<br />

da gusto oír predicar. Esto es religión, porque francamente y entre paréntesis, querido, cuando suben<br />

a la cátedra del Espíritu Santo, o pongamos el caso, a la tribuna de un Congreso, algunos que...».<br />

Amparo y Refugio miraban a Polo con cierta veneración. Refugio, que era algo desenvuelta, sin<br />

menoscabo de su inocencia y purísimas costumbres, dijo así con risa y donaire:<br />

«D. Pedro, estaba usted muy guapo en el púlpito».<br />

Amparo, que era muy callada, tendiendo siempre a la melancolía, no decía nada.<br />

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