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El doctor Centeno<br />

que allí se cuentan. Aquel estilo sobrio en que la frase parece producto inmediato del hecho que la<br />

motiva, estaba en armonía preciosa con el genio esencialmente activo de Polo. Porque él tenía en su<br />

espíritu el germen de los hechos, lo que podríamos llamar impulso histórico, impulso y germen que,<br />

aunque comprimidos por las contingencias de tiempo y lugar, tenían cierta vida sofocada y dolorosa<br />

en el fondo de su alma.<br />

Refiere Felipe Centeno que uno de aquellos días, hallándose en el comedor limpiando cubiertos,<br />

Doña Marcelina contaba con misterio a la señora del fotógrafo una cosa estupenda y un si es no<br />

es horripilante. A media noche, la señora había sentido la voz de su hermano, que gritaba con<br />

palabras descompuestas. Creyó al principio que hablaba dormido; mas como sintiera los pasos de<br />

él, sospechando que estaba enfermo, se levantó. Despavorido, cual si se viera rodeado de fantasmas,<br />

salió el mísero capellán del cuarto, los ojos inyectados, el habla torpe, los brazos trémulos, inseguro<br />

y vacilante el pie. La vista de su hermana le serenó un tanto, volviendo al cauce normal su razón<br />

desbordada; dejose conducir al lecho, y al sentarse sobre él, después de un breve espasmo, durante el<br />

cual pareció resolverse la crisis, dio un suspiro, se pasó la mano por la frente, y entre fosco y risueño<br />

dijo estas palabras: «El león dormido cayó en la ratonera: despierta y al desperezarse rompe su cárcel<br />

de alambre». Marcelina contaba a su amiga estos disparates, vacilando entre reírlos como ocurrencias<br />

o condenarlos como señales de extravío mental. La digna esposa del fotógrafo, que tenía sus puntas<br />

y recortes de médica, tranquilizó a Marcelina con estas sesudas palabras:<br />

«Eso no vale nada. Pero conviene prevenir... Créeme: tu hermano debe sangrarse».<br />

Precisamente en la mañana que siguió a aquella noche, fue cuando el Doctor se espantó de ver a su<br />

amo; ¡tan desfigurado estaba! Era su rostro verde, como oxidado bronce. Sus ojos, que tenían matices<br />

amarillos y ráfagas rojas, recordaban a Centeno la bandera española, y sus labios eran del color de<br />

la tela con que se visten los obispos. Tuvo tanto miedo Felipe, que no se atrevió a ponérsele delante.<br />

Aquella mañana don Pedro no quiso celebrar misa. Mandó un recado a las monjas diciendo que estaba<br />

malo, y malo debía de estar, pues no probó bocado en todo el día, desairando las fruslerías selectas<br />

que para engolosinarle inventó Doña Claudia.<br />

Pero, no obstante su enfermedad, si alguna había, bajó a la clase y fue más cruel y exigente que nunca.<br />

¡Día de luto, día de ira! Las lágrimas que corrieron fueron tantas, que con ellas se podrían haber llenado<br />

todos los tinteros, si alguien intentara escribir con llanto la historia de la desventurada escuela. Hasta<br />

los ojos de D. José Ido contribuyeron con algo al crecimiento de aquel caudal tristísimo. Los chichones<br />

que se levantaban en esta y la otra cabeza fueron tantos que era una erupción de cráneos. Las orejas<br />

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