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El doctor Centeno<br />

-Y quién sabe -decía-. Puede ser que la semana que entra no me cambie por el duque de Osuna.<br />

Vino el domingo, memorable por el entierro de Calvo Asensio, y en la mañana de aquel día fue con<br />

Cienfuegos al Observatorio, y ocurrió aquello del horóscopo y el encuentro de Centeno y el recado que<br />

este llevó... Volviendo a la casa de la calle del Almendro, se dirá que el sábado recibió doña Isabel, de<br />

Muñoz y Nones, la suma producida por la venta del papel que la Hacienda reintegraba en pago de la<br />

secular deuda. Llevose el notario su parte, y de lo restante hizo doña Isabel dos, que, bien separaditas,<br />

guardó en el lugar de los secretos, tabernáculo de dulces memorias, que era un cajoncillo situado en<br />

la tercera gaveta de la cómoda panzada. El domingo por la tarde, cuando abrió su balcón para ver qué<br />

tal iba la cosecha de higos, vio un desalmado chico que desde media calle la miraba. ¡Insolente! A<br />

poco rato llamaron. La señora leyó la carta de su sobrino, en la cual, con expresivas y francas razones,<br />

inspiradas en la verdad, le hacía ver que la pingüe oferta nunca como en aquella ocasión sería tan feliz<br />

y oportuna si se realizaba. La misma doña Isabel salió al recibimiento a decir a Felipe:<br />

-Di a mi sobrino que sí, ¿entiendes?, que sí, y que puede venir cuando quiera.<br />

Como exhalación corrió Centeno al Observatorio, donde estaba Alejandro, más muerto que vivo,<br />

cual en día de examen, lleno de sobresaltos y ansias. Sus dos amigos se hablan ido al entierro, y él se<br />

había quedado solo, paseando de una casa a otra. Diole Felipe el recado, y el estudiante, que con las<br />

nuevas verbales sentía en el alma los turbulentos halagos de la esperanza sin perder sus dudas, hizo<br />

propósito de salir de ellas al momento, corriendo a casa de su tía.<br />

-No puedo pasar la noche en esta incertidumbre -afirmó resueltamente-. Vamos allá.<br />

Al decir «vamos», Felipe se cosió a los faldones del manchego, y este en un rapto de amistad, de<br />

generosidad, de benevolencia, que eran el destellar más común de su alma, le dijo así cuando iban<br />

por la rampa abajo:<br />

-Te tomo de criado... Si esto me sale bien, serás mi criado... mi escudero, porque verdaderamente,<br />

necesito... ¡qué lejos está, esa calle del Almendro! El otro, de puro asombrado y agradecido, no decía<br />

nada. Su alma estaba también llena de una desusada grandeza, de una esperanza embargante, de un<br />

pedazo del cielo que entraba en su cuerpo con el aliento y se le atravesaba al respirar. Ambos tenían una<br />

suerte de inspiración, de Dios interior que les agitaba y les hacía pensar, si no decir, cosas admirables...<br />

¡Y cómo corrían! La noche estaba próxima, y Alejandro anhelaba llegar de día, porque la Godoy tenía<br />

la costumbre de echar todos los cerrojos de su casa a la hora en que se acuestan las gallinas. ¡Ay!, a<br />

todo término, por lejano que sea, se llega al fin, y ambos muchachos entraron en la calle del Almendro.<br />

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