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- IX -<br />

El doctor Centeno<br />

Entre tanto, a Felipe le pasaban en el recibimiento cosas muy desusadas. Allí no había más luz<br />

que las extrañas claridades de los gatudos ojos, y alumbrado por ellos, aguardaba el escudero a<br />

su señor pidiendo a Dios que saliese pronto, porque se aburría, acompañado tan sólo de aquellos<br />

mansos animales que se le subían por brazos y piernas y se le sentaban en los hombros, produciéndole<br />

estremecimiento el roce de sus blandas patas frías. De pronto, al pasar la mano por el lomo de uno de<br />

ellos, vio con asombro que el animal echaba chispas... chispas azuladas, lívidas... ¿Qué era aquello?<br />

Pasaba, pasaba la mano y las gotas de luz salían de entre los pelos. ¡Pavoroso, inexplicable suceso!<br />

Probó en otros gatos, y en todos ocurría lo mismo. Esto y la oscuridad de la casa infundíanle mucho<br />

miedo... Se estuvo quieto en el durísimo asiento, hasta que se le ocurrió, para distraerse, asomar el<br />

hocico por una ventanilla que al patio daba. Nunca tal hiciera. Desde aquella ventana veíase otra,<br />

situada más abajo y correspondiente al piso principal. En este segundo hueco había claridad; pero ¡qué<br />

cosa tan horrible! Aquella claridad dábanla unas velas verdes encendidas delante de un como altarejo<br />

lleno de santicos y otras figurillas, las cuales eran sin duda imágenes de diablos y criaturas infernales.<br />

También vio Felipe una mesa llena de naipes y junto a ella una figura siniestra y horripilante, una<br />

mujer con mantón negro por la cabeza, haciendo arrumacos y demostraciones con las manos.<br />

Retirose el muchacho asustadísimo de la ventana, diciendo para sí: «Ésta ha de ser la casa del<br />

Demonio... Yo también, como los gatos, debo de echar chispas». Se pasaba las manos por sus propios<br />

hombros a ver si él también chispeaba; pero nada, frota que frotarás, no podía sacar de sí ni una sola<br />

centella. Por fortuna suya, salió Miquis de la sala, y ambos se fueron a la calle. Doña Isabel dio a<br />

Felipe, al despedirle, un puñado de cañamones tostados, que él tomó con ánimo de tirarlos en cuanto<br />

salieran, como lo hizo, murmurando:<br />

-Aquí todo es brujería... por fuerza... Quieren que yo me coma esto para que me vuelva pájaro...<br />

Y le faltó tiempo para contar a su amo lo de las chispas gatunas y lo de las velas verdes. Miquis,<br />

al poner el pie en la calle, como que descendió a la atmósfera real de la vida, dejando atrás y arriba<br />

la quiromancia con sus mentirosos embolismos. Reíase a carcajadas de los terrores de Felipe, al cual<br />

desde aquel momento designó y consagró por sirviente, espolique o secretario, diciéndole:<br />

-Pues no hay más que hablar, chiquillín. La cosa salió bien. Eres mi criado. Yo necesito ahora de<br />

un ayuda de cámara, porque...<br />

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