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El doctor Centeno<br />

de poesía, de ideales. Si teóricamente distinguía bien la idea de 100 de la de 10, en el tráfago del<br />

vivir, cuando aquellas cifras eran cosa monetaria, venían a resultar indistintas, como los tamaños y<br />

forma de las nubes. ¡Ay, cómo resbalan en vuestras rosadas manos, oh Musas locas, estos pedazos de<br />

papel, hechura de los modernos Bancos, y que casi todos llevan impresos, como signo de ir a prisa,<br />

los alados borceguíes de vuestro hermanito Mercurio!<br />

Porque habíais de ver al célebre manchego entrando en una y otra tienda para comprar cosas que, a<br />

su parecer, le hacían falta, y metiéndose en las librerías para adquirir todo lo nuevo y bonito, obras<br />

de lujo que maldita falta le hacían, y que vistas una vez no servían para nada. En los puestos de libros<br />

dejó también mucho dinero, porque no había autor clásico o romántico, español o extranjero, que él<br />

no quisiera tener. Para enterarse bien de todo lo que compraba, necesitaría la vida eterna.<br />

Pero la mayor parte de sus caudales no tomaban el camino de las librerías. Iban presurosos hacia<br />

otra parte, llevados por magnética o nerviosa corriente... ¡Pobre Alejandro! Sus compañeros de casa<br />

conocían bien el género de vida que llevaba, y los unos con interés y lástima, los otros con desdén y<br />

mofa, hacían comentarios mil y también tristísimos augurios:<br />

«Es un perdido. ¡Qué lástima de talento!...».<br />

-Corazón demasiado grande y jamás harto de sensaciones... ¡Pobre Alejandro! Se consume en su<br />

propio fuego.<br />

-Es un tontaina... Cualquiera lo engaña... Pero de esta las pagará todas juntas, porque me parece que<br />

se lo llevan en vilo.<br />

El bondadoso Zalamero le disculpaba diciendo: «se detendrá a tiempo», Poleró le zahería, Arias<br />

y Guevara le desollaban. El informal Cienfuegos afectaba un interés fraternal por Alejandro, y lo<br />

expresaba así: «le voy a coger de una oreja y a sujetarle... ¡vicioso! Yo le quiero mucho, y no puedo<br />

dejarle que corra al abismo... Verán, verán ustedes...». Pero con tanto hablar no hacía nada, y era el<br />

primero que, a solas con él, disculpaba sus errores.<br />

Por su parte, Miquis se mostraba cada vez más esquivo con sus compañeros. No iba de tertulia al<br />

cuarto de ninguno de ellos, había cerrado el suyo a las reuniones tumultuosas de las tardes, y muchos<br />

días faltaba a comer, lo que ponía en gran confusión y sobresalto al ama de la casa.<br />

«Este Don Dulcineo del Toboso arruinara a su padre -decía-. No estudia y gasta el dinero que es<br />

un primor. ¡Pobre padre!».<br />

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