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El doctor Centeno<br />

Parecía que el formidable maestro revolvía en su mente una determinación grave. De repente dijo<br />

con sequedad:<br />

«Felipe, ahora mismo te vas de mi casa».<br />

-¡Ahora mismo! -repitió Doña Claudia.<br />

-¡Antes ahora que después! -regurgitó la fea de las feas, que habiendo subido al desván, volvía<br />

espantada de los destrozos que en las cosas santas hiciera Felipe.<br />

Y más pronta que la vista volvió a subir y tornó a bajar con un lío de ropa, que entregó al criminal,<br />

diciéndole:<br />

«Aquí tienes tus pingajos».<br />

-Ni un momento más.<br />

Felipe lloraba tanto, que las lágrimas le llegaban ya a la cintura. El retratista dijo estas atinadas<br />

palabras:<br />

«Con las cosas santas no se juega».<br />

Y se marchó. El Doctor salió a la antesala o recibimiento, donde estaba la puerta de la escalera y<br />

se dejó caer en el suelo. No tenía fuerzas para tenerse en pie, pues con tantas lágrimas parecía que<br />

se le echaban fuera todas las energías de la vida. Desde allí veía parte de la sala donde estaban sus<br />

amos, enfurecidos contra él y haciendo comentarios sobre su horrible crimen. De pronto oyó una voz<br />

dulce, amorosa, celestial, voz que sin duda venía a la tierra por un hueco abierto en la mejor parte<br />

del Cielo. La voz decía:<br />

-Don Pedro, D. Pedro, perdónele usted.<br />

-No puede ser, no puede ser.<br />

Protestas de las dos señoras, acusaciones y recargadas pinturas del feo delito... Pero la voz, constante<br />

y no vencida, repitió:<br />

«Perdónele usted... cosas de chicos...».<br />

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