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- IV -<br />

El doctor Centeno<br />

A vivir en esta sociedad y entre tales personas quiso la Providencia llevar a Felipe, después de pasarle<br />

por la escuela y familia de don Pedro Polo. Ella se sabrá por qué lo hacía. Hubo dimes y diretes entre<br />

Virginia y el manchego Alejandro sobre la admisión de Felipe en la casa. Era muy desusado, en verdad,<br />

que los huéspedes tuviesen sirvientes, y un estudiante con escudero no lo había visto Virginia en<br />

todos, los días de su vida. Pero a Miquis no había quien le quitara de la cabeza el proteger a su querido<br />

Doctor y facilitarle medios de aprender alguna cosa. Tocado de una como demencia filantrópica,<br />

estaba decidido a pagarle hospedaje, como lo hizo, celebrando formal convenio con su patrona... No<br />

faltaba en la buhardilla un huequecito ni en la mesa de la cocina un plato más o menos lleno. Convenido<br />

y realizado. Siempre que aprontase un diario de seis reales por cabeza de criado, D. Alejandro podría<br />

llevar a la casa todos los Doctores que quisiera.<br />

Por de pronto, Centeno estaba contentísimo, y no se habría cambiado por los mortales más dichosos,<br />

ni por los que se hartan de honores y ganancias en elevados puestos, ni por los que vuelven de América<br />

cargados de riquezas. ¡Verse entre tanto señorito listo, entre estudiantes que hablaban y contendían a<br />

todas horas sobre cosas de sabiduría, y además de esto comer bien, no recibir porrazos, no ver a Doña<br />

Claudia!... esto era como vivir en la gloria y ver colmadas las más atrevidas ambiciones.<br />

Fuera de Cienfuegos, ninguno de los compañeros de Miquis, sabía el origen del repentino<br />

engrandecimiento de este. Quién lo atribuía a inesperada herencia, quién a lotería o hallazgo. Y que<br />

la cosa era gorda no podía ponerse en duda, porque las liberalidades del manchego casi rayaban en<br />

sardanapalescas. Por mañana y tarde no cesaba de convidar a los amigos en el café; había saldado<br />

las cuentas con el mozo, con cierto usurero a quien Arias llamaba Gobseck , y se puso en paz con<br />

otros británicos de menor cuantía. Entre los del cotarro, que se formaba en un rincón del café, se<br />

hizo corriente y como proverbial, siempre que se proyectaba teatro, diversión o merienda, la frase:<br />

«Miquis paga».<br />

Y para no ser el último en gozar del provecho de su opulencia, el manchego se lanzaba ¡oh<br />

sibaritismo!, a la vida de gran señor, proporcionándose unos lujos, señores, unas tan grandes pompas<br />

mundanas... ¿Qué hizo nuestro hombre? Pues tomar para su vivienda exclusiva el gabinete de la<br />

esquina, que no se daba sino a dos o tres que vivieran juntos y pagaran el máximum de pupilaje. ¡Qué<br />

gusto vivir él solo en aquella habitación regia, donde había una cama semidorada, alfombra mosaico<br />

hecha de distintos pedazos de fieltro y moqueta, consola de caoba con cajas que fueron de dulces, un<br />

espejo de los de ver visiones y dos grandes láminas compuestas de retratitos fotográficos de todos los<br />

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