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- VII -<br />

El doctor Centeno<br />

Frente a la casa de D. Pedro, por el callejón de San Marcos, se veía, en muestra negra con letras<br />

blancas, el título de un periódico. Estaba en el piso bajo la redacción, y en el sótano la imprenta y<br />

máquinas del mismo. Felipe, siempre que salía, se paraba delante de las ventanas a ver por los cristales<br />

a los señores que escribían el diario, reunidos alrededor de una mesa con tapete verde, en la cual había<br />

muchos papeles cortados, manojos de cuartillas, grandes tijeras y obleas rojas. Los tales eran, según<br />

Felipe, los hombres más sabios de la tierra, porque inventaban todas aquellas cosas saladísimas que<br />

salían en el papel al día siguiente. Les miraba él desde fuera con supersticioso respeto, y se admiraba<br />

de que siendo todos tan sabios no tuvieran mejor pelaje. Disputaban, reían, y mientras el uno escribía,<br />

otro daba grandes tijeretazos sin piedad en distintos papeles más largos que sábanas. De todos aquellos<br />

simpáticos señores el que más atraía la atención de Felipe era uno que siempre se sentaba frente a la<br />

ventana, y por eso se le veía mejor desde la calle. No era joven; tenía la cara redonda, la nariz muy chica<br />

y picuda, la expresión avinagrada, el mirar soberano, y grande, espaciosa y reluciente calva, por la<br />

cual se pasaba suavemente la mano, para acariciar sus ideas. Vaya, que si toda aquella cabezota estaba<br />

llena de talento, aquel debía de ser el hombre del siglo. ¡Con qué gravedad tomaba ora las tijeras, ora<br />

la pluma, y con qué aire se acomodaba a cada momento los anteojos sobre la nariz!... Observando<br />

estas cosas, Felipe se detenía en la calle más de lo regular; los recados tardaban eternidades, y luego<br />

Doña Claudia o Marcelina ponían el grito en el cielo y llovían bofetadas. Mayores fueron aún las<br />

distracciones de Centeno cuando se hizo amigo de otro chico de la misma edad, poco más o menos,<br />

que era hijo del mozo de la redacción y servía en esta y en la imprenta para hacer recados y llevar<br />

pruebas. No salía nunca el Doctor a un mandado sin asomar las narices a la puerta de la redacción<br />

para ver si estaba su amigo. Este también le buscaba, y como se encontraran, ambos se pasaban las<br />

horas jugando, olvidados de su deber. Desde que se vieron simpatizaron, y desde que se hablaron su<br />

afecto apareció tan vivo como si fuera antiguo. El primer cambio de palabras fue para enterarse de<br />

los nombres.<br />

«¿Cómo te llamas tú?».<br />

-¿Yo? Felipe Centeno. ¿Y tú?<br />

-Yo me llamo Juanito del Socorro.<br />

En figura y en genio no tenían semejanza, pues Socorro representaba menos edad de la verdadera; era<br />

delgado, flexible y escurridizo como una lagartija. Parecía tener alas en los pies y porque no andaba<br />

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