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- VIII -<br />

El doctor Centeno<br />

La mesa de D. Pedro había ido ganando, día por día, en variedad y riqueza. Modestísima en los<br />

comienzos de la vida capellanesca, era últimamente casi suntuosa. Sobre los regalos que le hacían<br />

las monjas, tenía los de sus discípulos, que no eran cualquier cosa. El 29 de Junio se renovaba allí el<br />

espectáculo eructante de las Bodas de Camacho. En tal día y en otros marcados, convidaban los Polos<br />

a algún amigo o pariente, no faltando nunca D. Florencio ni el fotógrafo. Doña Saturna iba puntual<br />

a hacer sus primores, y desde muy temprano, ella y Doña Claudia se metían en la cocina y estaban<br />

todo el día machacando especias, haciendo salsas y picadillos, revolviendo peroles. Generalmente,<br />

por ser casi todos los comensales extremeños, las dos señoras hacían el frite , guiso de cordero a la<br />

extremeña, que era recibido en la mesa con aclamaciones patrióticas.<br />

Cuando iban a comer las dos chicas de Sánchez Emperador, D. Pedro estaba en sus glorias, y se<br />

esmeraba en ser muy fino y galante con ellas, especialmente con la mayor, que era la hermosa.<br />

Profesaba Polo la teoría, por cierto muy razonable, de que se puede ser a un tiempo buen sacerdote<br />

y atendedor de las damas, con lo cual, se reverencia de dos maneras al Supremo Artífice de todas<br />

las cosas. Por esto, cuando las de Emperador eran convidadas, vierais al señor capellán y maestro<br />

salir de su cuarto muy almidonado, muy peinado y oloroso, en correcto y limpio traje de paisano.<br />

Luego, durante el curso de la comida, no cesaba de echar donaires por aquella boca, y galanas flores<br />

retóricas del mejor gusto y sin chispa de malicia. Todos lo alababan y reían, no siendo las dos chicas<br />

indiferentes a los elogios que se hacían de su mérito.<br />

Después de uno de estos días de honesta jarana, solía estar D. Pedro muy taciturno y displicente.<br />

Notaban los alumnos en él refinamientos de rigor y exigencias inquisitoriales, al tomar la lección.<br />

No perdonaba ni una mota. Aun con la familia estaba el buen señor como enojado; economizaba<br />

avaramente las palabras; ponía defectos a la comida diaria; quejábase de inexactitudes en los servicios<br />

de su hermana; a cualquier descuido, como un botón por pegar o un cuello mal planchado, daba<br />

importancia extrema. Se paseaba silencioso de un ángulo a otro de su cuarto, y Felipe se asustaba<br />

oyéndole dar unos suspiros tan grandes, que eran como si por el resuello quisiera descargarse de un<br />

pesadísimo tormento interior. Únicamente salía de sus labios la frase rutinaria «voy a dar una vuelta»<br />

en el momento de ponerse la capa.<br />

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