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El doctor Centeno<br />
soledad. Después del bullicio, de la confusión y gentío que había presenciado, verse allí era como caer<br />
en un pozo. Y la tal calle se enroscaba haciendo una vuelta tan brusca que no se veía ni el principio<br />
ni el fin de ella. Parecía una trampa armada al descuidado transeúntes; y todo el que entrase en ella,<br />
no como Felipe, aturdido y sin ver, por ser niño, el sentido de las cosas, creeríase más en Toledo que<br />
en Madrid, o bajo la dominación de los reyes austriacos, amenazado de las uñas de Rinconete. Hoy<br />
es la calle del Almendro recogida y silenciosa; júzguese cómo sería hace veinte años cuando aún la<br />
ley de las trasformaciones municipales no la había comunicado, derribando casas, con la Cava Baja.<br />
Entonces nadie por allí pasaba, que no fuera habitante de la misma calle. Componían gran parte de su<br />
caserío las cocheras de la casa de Aransis, la casa de Vargas, sola, misteriosa, abandonada, pues es de<br />
creer que sólo mora en ella el espíritu de San Isidro. No se conocía en ella ninguna industria, como no<br />
fuera la de un colchonero que tenía por muestra un colchoncito de media vara. Había escudos sobre<br />
puertas que jamás se abrían, y balcones de hierro que a pedazos, corroídos por el orín, se desbarataban.<br />
Dos o tres casas de alquiler, relativamente modernas, había en la tortuosa longitud de la calle. Una<br />
de ellas, la del número 11, que era la que buscaba Felipe, estaba en la rinconada que ha desaparecido<br />
para establecer la comunicación de aquel embudo con la Cava Baja. De modo que la casa de la tía de<br />
Miquis no existe ya. Hay que figurarla; pero como no faltan memoria y datos, puede decirse que era<br />
un edificio del siglo XVII, ordinario, vulgarísimo, feo, con dos pisos altos, puerta de piedra, en cuyo<br />
clave se veía grabada la común inscripción Jesús María y José , y lo demás de revoco.<br />
Nos hallamos en el rincón más interesante quizás de este Madrid que tantas curiosidades encierra, y<br />
que hoy presenta revueltas, en algunas zonas, las primicias de la civilización y los restos agonizantes<br />
del mando antiguo. Dos huecos tenía cada piso de la casa aquella, que Felipe comparó, in mente ,<br />
con un seis de copas. En la ventana baja, inmediata a la puerta, no había señal de vivienda humana.<br />
Rotos los vidrios y cerradas las maderas, parecía aquello almacén. Era, en efecto, depósito de una<br />
cofradía caducada, y ya se ignoraba quién tenía las llaves. En los dos balcones del principal había<br />
muchos tiestos, descollando entre ellos una grande y bien florecida adelfa que daba alegría a la casa<br />
y aun a la calle toda. No tengamos reparo en decir, aunque sea prematuro o indiscreto, que allí vivía<br />
una mujer o señora que echaba las cartas y tenía gran parroquia, muy tapadamente, en todo Madrid.<br />
Si los balcones del principal eran alegritos con tanta hierba y verdura, los del segundo éranlo mucho<br />
más, porque en ellos el follaje se desbordaba por los hierros, subía y aun daba grata sombra. Era ya una<br />
vegetación arborescente, impropia de balcones y que traía a la memoria lo que cuentan de Babilonia.<br />
Los tiestos de diversa forma estaban unos sobre otros; había pucheros, cajones, tibores, medias tinajas<br />
y barriletes, todo admirablemente cultivado y lleno de variedad gratísima de plantas. Descollaban<br />
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